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Pasadizos subterráneos en el conflicto catalán

Los límites de lo posible, en las cosas morales, no son tan reducidos como creemos: nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestras preocupaciónes son las que los estrechan», señalaba Jean Jacques Rousseau en su obra sobre filosofía política «El contrato social».

Esos límites de lo posible son los que se están superando permanentemente en el conflicto catalán. Y no precisamente para resolverlo. La separación de poderes del Estado, por aquello de la independencia, es cada vez más confusa porque desde esos mismos «pilares de la democracia» se ha decidido explorar pasadizos subterráneos que permitan burlarlos o bordearlos.

En un afán desmedido por poner coto a los vericuetos legales que explora cada día el prófugo Carles Puigdemont y las organizaciones secesionistas, tanto el poder ejecutivo como una parte del judicial, con el silencio cómplice de una fracción del legislativo, han decidido librar la batalla con sus mismas armas, bajando al barro y sin tener en cuenta que las formas también cuentan, y que lo que es legal, no siempre es ético.

El Gobierno de Mariano Rajoy, de la mano cada vez más larga de su vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría -tras un largo periodo de silencio-, ha decidido aprovechar un atajo jurídico para frenar la candidatura del «fugitivo» a la presidencia de la Generalitat. Recurre al Tribunal Constitucional (TC), con el informe en contra del Consejo de Estado, para que se aplique automáticamente la suspensión cautelar que, teóricamente, impediría que en el debate de investidura del Parlament del próximo martes se votara la investidura de Puigdemont si no hay una decisión antes del TC. Y lo anuncia, precisamente, la vicepresidenta; la misma persona a la que se encargó a finales de 2016 buscar un diálogo con los sectores independentistas para reconducir las relaciones entre el Gobierno central y el autonómico que entonces detentaba el prófugo. Los resultados, pese a tener oficina en Barcelona, concretamente en la delegación del Gobierno, son los que ya se conocen. Lejos de frenar la hoja de ruta secesionista, el asunto terminó con una declaración unilateral de la república catalana tras un referéndum ilegal que traspasó fronteras por lo surrealista y, por supuesto, con la aplicación del artículo 155.

El ridículo para el Gobierno, además, puede ser mayúsculo si el pleno del Tribunal, cuyos miembros parece que se han mosqueado con el recurso del Ejecutivo impugnando un hecho que aún no se ha producido, deciden hoy y no se aplica la suspensión cautelar, como ya se lo advertía el Consejo de Estado, al que Rajoy y Santamaría han hecho el mismo caso que Carme Forcadell y Puigdemont hicieron en su día a los letrados del Parlament y al propio Constitucional.

Para rizar el rizo, el actual presidente de la Cámara catalana, Roger Torrent, califica de fraude la maniobra del Gobierno y anuncia que los letrados del Parlament, a los que solo hacen caso cuando les conviene, analizarán el recurso.

Y para enredar aún más la madeja de los poderes, el judicial, vía Tribunal Supremo, hacía saltar las alarmas esta misma semana con el auto del juez Pablo Llarenas, en el para justificar el rechazo de activar la euroorden de detención contra Puigdemont cuando se trasladó a Dinamarca, mezcló en sus razonamientos criterios jurídicos y políticos. «No puede pretender ser presidente del Gobierno de Cataluña si libremente elude su comparecencia ante la Cámara que ha de votarle». O, en otro párrafo, le acusa de «querer instrumentalizar la privación de libertad para alcanzar la investidura». Sin palabras.

Así, desde luego, no se resuelve ningún conflicto, como mucho, se enmaraña aún más y se enquista.

La respuesta, el próximo día 30 a las tres de la tarde.

La solución, de momento ni se espera.

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