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Proteccionistas y globalizadores en la montaña mágica

Como si fuera la famosa escena de la cabalgata de las walkirias de Apocalypse now, llegó Donald Trump a la cumbre de Davos, la población balnearia de los Alpes suizos que recibe a las personalidades más influyentes en materia económica del planeta, durante el mes más frío del año, en una especie de gran metáfora del poder del dinero, capaz de sobreponerse a cualquier inclemencia. La escena es inefable. Dos grandes helicópteros de Estados Unidos, escoltados por otros cinco suizos, un ruido ensordecedor y todo muy nevado. Davos está tomado por francotiradores y Trump desciende con su atuendo de siempre: flequillo en voladizo, abrigo y traje oscuros, corbata más que clásica y de una longitud extrema, por debajo del ombligo.

Mientras fue un simple millonario neoyorquino, excéntrico y mujeriego, Trump nunca fue invitado al World Economic Forum de Davos, donde el acceso a los escenarios en los que se celebran las principales conferencias es de lo más elitista y restringido. En este invernal lugar se habilitan docenas de locales para presentaciones, encuentros y sets de televisión: hoteles, comercios, restaurantes, confiterías incluso, todo se alquila durante la semana fantástica de la economía. Hasta la iglesia evangelista davosiana se ha cedido a una tecnológica a razón de unos 100.000 euros por los siete días.

Davos es el gran encuentro anual de dirigentes y directivos mundiales de las corporaciones y multinacionales, de las más poderosas entidades financieras, de los ministros de economía de las potencias occidentales, en suma, de la gran pomada globalizadora. Por ello suelen invitar a todos aquellos que pueden socavar de alguna manera esa línea de pensamiento económico. Por eso atrajeron a China hacia la estación suiza hasta el punto de que los comunistas chinos se han convertido en los principales valedores del libre comercio por la cuenta que les tiene. Y por eso ha llegado Trump, al que han querido oír en primera persona para saber hasta dónde llega la doctrina del «America first».

En las jornadas previas a su visita, los secretarios estadounidenses han moderado mucho el alcance del nacionalismo económico trumpiano. Cuentan con el viento de cola a favor de la economía norteamericana: el paro prácticamente a cero, las rebajas fiscales repatriando beneficios y Wall Street en estado de larga borrachera alcista. Así que a los actuales inquilinos de la Casa Blanca les debe importar una higa ponerse a aplicar aranceles defensivos. Les ha bastado con unos escarceos monetarios para devaluar el dólar frente al euro. Baja su moneda y suben sus exportaciones y se encarecen las compras importadas.

La coyuntura económica mundial postcrisis describe, pues, un dilema de profundas consecuencias geopolíticas. Hay una cruenta batalla entre globalizadores y proteccionistas, es verdad, pero sobre ese escenario hay otro telón de fondo que es el de siempre: la pugna entre naciones, en este caso, EE UU por un lado y Europa con los asiáticos de otra. Y Rusia hackeando a unos y a otros aunque con la sospecha generalizada de que, por esta vez, juega a favor de los yanquis.

Esto también ocurrió hace más de una centuria, cuando al final de la era victoriana se enfrentaron en una larga y soterrada batalla política los proteccionistas contra los que en aquella época se llamaban librecambistas. Vencieron estos últimos, pero entonces los británicos estaban divididos -con el gran John M. Keynes al mando de los aperturistas- y Estados Unidos jugaba abiertamente al comercio planetario sin trabas. Dos brutales guerras después, el mundo se despertó americano y con perspectiva internacional.

Hoy, en cambio, es el presidente Trump el adalid de un proteccionismo que se esgrime desde posiciones académicamente repudiadas porque, entre otras cosas, se presenta de la mano de un discurso político populista cuando no xenófobo. Y por eso han invitado también este año al rey de España, Felipe VI, al objeto de encauzar la cuestión catalana en un marco mundial. Se está en esto aunque aquí no salgamos del bucle sainetesco de Carles Puigdemont.

El gran ausente en Davos es la socialdemocracia. Al cabo, en los pasillos suizos se dirime una pugna económica entre naciones por más que los discursos digan otra cosa, pero la cuestión capital, la de un nuevo y necesario pacto social que implique reformas del sistema y pactos de humanización de los mercados, no se ve por ningún lado salvo en los escarceos de Emmanuel Macron. La izquierda anda perdida, los unos negando todo el marco de referencia, los otros en batallas de naturaleza moral, como la lucha contra el machismo irredento y la liberación homosexual, o embarcados en el emotivo romanticismo de la vida sana y medioambiental a lo Greenpeace. Los intelectuales, otrora aliados para proyectar un mundo mejor, solo fabulan distopías.

Hace un siglo que en Davos internaron a la mujer de Thomas Mann y éste sucumbió a la fascinación de los paisajes alpinos nevados escribiendo un novelón, La montaña mágica, el relato de un joven visitante que queda atrapado por el tiempo y la decadencia del mundo decimonónico, aquel que fue particularmente proteccionista de lo suyo y expoliador de las colonias. Cien años después, el cineasta Paolo Sorrentino, rodó en el balneario de Davos su película La juventud, en donde lo que decae es la civilización actual de la cultura europea desbordada por el pop, el fútbol y la sexualización. Todo gira en torno a Davos pero el mundo de hoy lo único que desea es espectáculo.

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