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Cultura nacional y cultura federal

De un tiempo a esta parte, la política cultural de nuestro país -digo de España, pero también de la Comunitat Valenciana- ha devenido en una especie de asignatura maría de la política. Puede que sea una tendencia universal, occidental en cualquier caso, pero esa es la impresión que denota la política aplicada a la cultura, alicaída desde la revolución neoliberal de finales del siglo pasado.

Estamos muy lejos de la apasionada apuesta por la cultura que se dio en la década de los 60, cuando encabezado por Francia, el mundo entero iba a ser dirigido hacia la excelencia cultural. Fue la época de los escritores e intelectuales, con Marilyn Monroe dejándose fotografiar leyendo un considerable ladrillo como el Ulises de James Joyce y contrayendo matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller. En aquel entonces, el general De Gaulle eligió a un prestigioso novelista para dirigir su Ministerio de Cultura, un literato que participó activamente en la causa de la España republicana, André Malraux, autor del libro y de la película sobre L´Espoir en Valdelinares de la sierra de Teruel junto a Max Aub. A Malraux se lo llevó de la política el Mayo del 68 pero su impronta de dignidad, hondura y prestigio con el que dotó la política cultural francesa llega prácticamente hasta nuestros días.

Aquel modelo gaullista fue ensayado en nuestro país sin tanto éxito por Felipe González cuando nombró al escritor Jorge Semprún para el cargo. Más o menos desde entonces la cultura ha ido dando tumbos cuesta abajo en la política española. Excepcionalmente podríamos citar algunos nombres relevantes, como el de Max Cahner, el ínclito editor que comandó la cultura catalana en diversos cargos bajo el mandarinato de Jordi Pujol; el de nuestro Ciprià Ciscar, impulsor decidido de los cimientos culturales valencianos; el poeta Luis Alberto de Cuenca, que se hizo cargo de una secretaría de Estado con Aznar; los socialistas Salvador Clotas o Carmen Alborch, seductora embajadora de los asuntos artísticos... Ahora ya no quedan ni personajes de carácter, como en su día fueron los que gestionaron diversas culturas municipales: Vicent Garcés inventando la Mostra, el tándem Mayrén Beneyto-Ramón Almazán al frente del Palau, Fernando Villalonga en las artes de Madrid€

La gestión cultural se ha llenado de perfiles grises y anodinos, abogados sin pleitos, fontaneros de partido, escritores irrelevantes, bailarines de folklore popular, anodinos profesores€ a lo sumo opositores a abogados del Estado, con abundancia de mujeres, un espacio práctico para equilibrar cuotas de igualdad de género en los gobiernos al uso pero al que nunca se dota del peso político necesario ni del presupuesto mínimo exigible.

De bien poco sirve que en la crisis catalana todos los analistas hayan subrayado el importante papel de la cultura en la construcción del llamado relato ideológico de la nación. Seguimos sin ver anotar el aviso a los políticos que lideran nuestro país. El debate, en cambio, versa sobre si se hace necesario o no un Ministerio de Cultura, si hay que seguir transfiriendo competencias o subvenciones a las autonomías, o si en éstas el rango ha de ser con nivel de consellería o si basta con un secretariado. No hay modelo ni proyecto claro sobre el que trazar las vías de la creación cultural, algo que en su tiempo ya reclamaron los ilustrados de su administración pública.

Vistas, además, las carencias afectivas que padece nuestro país fruto del rapto de la idea de España por parte del franquismo, sería del todo lógico y conveniente que el Gobierno de la nación apostase por una política cultural potente y rigurosa, pero tampoco es el caso. Tan es así que el gabinete español se limita a gestionar los grandes equipamientos y entidades de carácter nacional, casi todos con sede en Madrid, de tal suerte que el Ministerio de Cultura -que se comparte con educación y deporte, siguiendo el modelo de Japón u Holanda, aunque a veces se une a turismo y patrimonio, como en Canadá o Grecia- dicho departamento estatal, digo, parece más bien el gestor cultural de la capital del reino que no el de todo un país.

Recordemos que el Prado o el Reina Sofía son museos nacionales, lo mismo que el Teatro Real, el Auditorio, la Filmoteca y la Biblioteca Nacional, la Compañía Nacional de Teatro, la de Danza, el Ballet Nacional€ Apenas hay excepciones, como el museo de Cerámica, el González Martí, que posee carácter nacional y su sede es valenciana, o el estatuto especial con que cuentan algunos museos de Bellas Artes como el San Pío V o el de Sevilla, de titularidad patrimonial del Estado pero bajo presupuestos y gestión autonómicos, una especie de join venture que, al parecer, resulta vergonzante para todos, pues ni el Gobierno central saca pecho de la misma ni en las páginas digitales de las mencionadas pinacotecas se dice mucho al respecto.

Resulta obvio que España es una noción que hay que resetear y cuyo planteamiento ha de ser el de difundir esa concepto de lo nacional por el conjunto del país, diseminando el Estado central por las autonomías, no para competir con ellas sino para complementarlas, para hacer tangible y visible la cooperación, esa doble identidad a la que se apuntan la inmensa mayoría de los ciudadanos pero que no parece posible entre instituciones políticas. Y viceversa, habría que exportar las actividades de algunas de las mejores ofertas culturales autonómicas al resto de la nación: la colección de nuestro IVAM, por ejemplo, o la Orquesta y Coro de la Generalitat. Nada de eso parece ahora posible, aunque el escritor y periodista Fernando Delgado parece empeñado en ello. Suya es la idea de una «cultura federal», más que una brillante idea, una idea necesaria para seguir conviviendo en este país en el futuro.

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