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Ciudad amable

Ahora que los grandes ayuntamientos toman medidas para que, cuando falle la lluvia, el aire de la ciudad no se convierta en un fluido venenoso, atosigante, ahora es el momento de decir que, aunque han caído unas gotas en València, el coche tiene que morir un poco para que vivamos los demás. Tranquilos, no pienso pedir la abolición del transporte privado. Hace poco hicieron una encuesta para que la gente dijera qué es lo que echa en falta de la película Regreso al futuro al cumplirse, en la cronología real, el año en el que transcurría aquella comedia. La mayoría contestó: «Los coches voladores».

La asociación entre libertad y automóvil es una de las estrategias publicitarias más exitosas de todo un siglo pero, por si acaso, los fabricantes de coches de Los Ángeles compraron la magnífica red de transporte público de la ciudad y luego la cerraron. A mediados de los setenta había menos coches, pero en València ya se organizaban buenos atolladeros, sin contar el semáforo de Europa. Entonces, el periodista Carlos Sentí, ligero pese a sus kilos de más y que tantas cosas me enseñó, me dijo con su inteligencia irónica: «Ya no saco el coche. ¿Para qué? Cuando éramos pocos, el coche era nuestro obediente esclavo mecánico. Ahora, ya no».

Un amigo mío arquitecto, Carlos Salazar, del que les hablo otro día, usa el palabro domestizar para referirse al arsenal de recursos, pactos y actos que tiendan a extender al espacio público todos los alicientes y la seguridad de la casa. Se trata, como suele decirse en los lemas de campaña electoral, de conseguir una ciudad amable. Bancos, jardines (¡los árboles de Bailén!) o calles peatonales, que siguen creciendo en lugares tan poco dados a la nostalgia regresiva como Nueva York. Un catedrático de Ecología de Madrid me decía que lo más sabio es comprar un coche (por los empleos), pero no usarlo en la ciudad. Como la carne roja, que no hace mal a nadie si se come de vez en cuando. Una ciudad amable tendría en cuenta a los que no tienen chalé en Campo Olivar y haría que los de Campo Olivar no tuvieran tantas ganas de escapar de Valencia.

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