Antes de la ceremonia de los Goya del sábado le preguntaban a los emergentes Javis si trabajarían con Woody Allen. Hace unos meses habrían dicho que sí sin dudarlo, pero€ ahora. La respuesta fue un tanto ambigua. Al cineasta neoyorquino le ha pasado factura el llamado huracán Harvey -las acusaciones de ataques sexuales a numerosas actrices americanas por un conocido productor- al trascender el abuso al que Allen habría sometido a su hija adoptiva, Dylan Farrow, cuando solo tenía siete años.

Nadie puede empatizar con eso, disculparlo. Y esa desagradable sensación, esa necesidad de reivindicación, es la misma que ha alumbrado el llamado movimiento #MeToo en Estados Unidos, que ha recorrido como un rayo todo el planeta. En España había germinado ya el pasado junio La caja de Pandora, un colectivo de más de 3.000 mujeres del ámbito del arte y la cultura unido en la denuncia de situaciones de acoso sexual en el trabajo.

Las redes sociales han colaborado en la expansión del mensaje, de ese hashtag, de esa etiqueta. Pero al #MeToo -como todo en la vida- le ha nacido su antítesis. La actriz francesa Catherine Deneuve ha puesto el rostro a un centenar de mujeres que, con sus proclamas contra el supuesto «feminismo puritano» del #MeToo, ha incendiado los medios de comunicación galos, donde se libra la batalla entre el «derecho a molestar de los hombres» que defienden las primeras frente al «derecho a no ser molestadas» de las americanistas.

En realidad, al movimiento #MeToo y a la euforia que rodea al hashtag en las redes sociales les viene al pelo la réplica de Deneuve y las suyas, como todo gobierno necesita una oposición. Reivindicar la igualdad de las mujeres no está en cuestión, las cifras del mundo laboral hablan por sí solas. Denunciar el acoso sexual y la lacra machista, mucho menos. Lo dicen las terribles estadísticas de maltrato y abuso. Pero la euforia desmedida, con el potente altavoz de las redes sociales, puede degenerar y abrigar también excesos y alguna que otra estupidez.

Una de las más sonoras ha sido la retirada de un cuadro de 1896, en el que el pintor John Williams Waterhouse recrea a varias ninfas como adolescentes desnudas que intentan seducir al joven Hilas, capítulo de la mitología griega. El puritano museo de Manchester que se ha apuntado a la moda quiere «crear debate». El riesgo es que el mundo de la cultura y la sociedad, en general, se dejen arrastrar por la hipersensibilidad.

Veo un futuro en el que las pinturas de Altamira se taparán para ocultar el desnudo de los hombres cazadores y el maltrato animal a los bisontes atacados con flechas. Veo ejemplares del Lolita de Nabokov con la mitad de las páginas arrancadas por el escándalo moral que narra la genial novela. Ejercicios que rearbitran la historia y tratan de esconder que hemos perdido el código y las ganas de entender a nuestros predecesores y sus mensajes de épocas que no son la nuestra. Quizá los hashtag deben perseguir únicamente, como defiende la flamante ganadora del Goya Isabel Coixet, el objetivo de «dialogar» para discernir «lo que está bien de lo que está mal». Sin estridencias.