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Ave Mariano, sin pecado concebido

El primer AVE entre Madrid y Castelló estuvo detenido durante media hora a la altura de Saguntum

Del saludo imperial y algo péplum «Ave, César» al actualísimo y muy popular «Ave, Mariano, sin pecado concebido» median exactamente dos milenios de cartón piedra, once años de promesas electorales y media hora de retraso ferroviario. Antaño, un edatano o ilercabón lo pudo pronunciar al paso de un patricio romano que marchaba por la Vía Augusta encaramado en su cuádriga de velocidad lenta camino de la ciudad de Rómulo. Ahora, los descendientes de aquellos paisanos de la Dama de Elche se lo han podido gritar al gobernador de la Hispania Ulterior, la Citerior y la del 155, en viaje de ida y vuelta a ninguna parte.

Rajoy (que debe significar 'el rayo de hoy' en galaicoportugués) se subió en el Ave en la Puerta de Atocha de los Madriles y descendió en la puerta de la más tocha de la estación de Castellón. El amanuense y un servidor público nos sumamos a la comitiva presidencial en Joaquín Sorolla y es por ello que viví en primera persona (y en la persona que narra estas crónicas) cuanto aconteció a la altura de Saguntum, cuando aquella 'cuadriga' de la alta velocidad estuvo parada durante treinta minutos.

El presidente de España, sobre quien el negro ya contó en una ocasión que si te lo cruzabas en una escalera nunca sabías si subía o bajaba, protagonizó otro de estos episodios marianistas, de modo que nadie supo muy bien si avanzaba o estaba quieto. Yo sentí lo mismo que en ese instante que crees que tu tren se ha puesto en marcha y, sin embargo, sigue parado y son los otros los que circulan a toda máquina. Y así sucedió, pues nos adelantó un cercanías, el tranvía a la Malvarrosa y hasta la Panderola, xis, xum, traca, tra. Y pensé que una cosa así no nos podía estar ocurriendo el día mismo de la inauguración del tren bala. Pero en este viaje al fin del mundo, al finisterre de los naranjales y las baldosas, todo era posible.

El realismo mágico del lejano país de Cunqueiro penetró con sus brumas espesas en estas antípodas peninsulares y una neblina atlántica comenzó a colarse en este rincón ignorado del Mediterráneo, una periferia equidistante de todos los centros. Y todo gracias a las bocanadas del humo espeso que don Mariano comenzó a producir consumiendo puros habanos como una vieja locomotora a vapor. En una centésima de segundo no vi nada más allá de mis narices. Y, como si nos hubiéramos transportado a Camelot, aquel Merlín de Pontevedra, que disponía de poderes (al menos de los poderes del Estado), por treinta minutos de reloj se mostró un tipo vulnerable. Eso sí, un hilo de anhídrido dulzón, hijo natural de aquellos hilitos de pastelina del Prestige, me fulminó la pituitaria y me dejó más paralizado que nuestro vagón de primera. Al punto, comprendí que la emanación del cigarro nos había transportado a los días en que se podía fumar en los trenes sin distinción entre fumadores pasivos y activos.

También fue aquel un tiempo de vino y rosas en que los bipartidistas de la Segunda Restauración borbónica (PP-SOE) no teníamos que estar pendientes del retrovisor, ojo avizor por si el que llevábamos detrás siguiéndonos por la senda constitucional iba a adelantarnos por la izquierda y, si nos descuidábamos, hasta por la derecha. El líder español buceaba complacido en ese pasado pluscuamperfecto sin Ciudadano's ni Faes, y me ofreció un Montecristo, que aseguró que me sumergiría ipso facto al pretérito anterior a Podemos y las ocurrencias. Rehuí su regalía, no fuera a pasar que me la apuntara en el capítulo de la deuda autonómica a cargo del Fla, y desenfundé un Cohibas de los míos. Realicé la circuncisión a aquel prepucio de hojas crepitantes, escuché el grillo caribe que esconden (cri-cri) y encendí la lumbre. Al instante, me vi como un monarca magnánimo que celebraba la creación de la Generalitat de aquí (hace 600 años) y presentaba ante el mundo su logotipo impactante y de mucho diseño. También me imaginé, claro está, con mayoría absoluta, al cuidado de un jardín botánico donde no crecen las plantas carnívoras y sobrevolando Valencia a lomos del dragón alado del escudo, como el protagonista de La historia interminable, por si la cosa podía durarme eternamente.

Entonces, sacándome del ensueño, él me susurró al oído: «Se da cuenta, don Ximo, de que en este convoy sólo viajamos nosotros solos, sin polizones, sin más rivera que la del Mare Nortrum, sin más iglesias que los templos dedicados a Zeus y Afrodita, sin más costa que la del Azahar, sin más camps que los huertos de navelates, y liberados, por siempre, de la Gürtel, los Eres y la Púnica». A lo que respondí sobresaltado y entre sudores: «¡Hablando de Aníbal Barca, se da usted cuenta que hace media hora que estamos parados en medio de la Segunda Guerra Púnica y esta cafetera no chuta!».

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