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Las Inocencias también se dañan

La cofradía, hermandad o fratría de Las Inocencias, para celebrar el aniversario de la asociación, dado que muchas estaban sufriendo el paro laboral y otras sobrevivían ahogadas por la raquítica paga de su jubilación, se reunió en una pequeña, recoleta y pacífica cafetería, libre de risotadas varoniles y de machos enardecidos y gritones que, frente a la pantalla del televisor, fueran espectadores devotos del partido de fútbol que se transmitía a la hora de la rica merienda, especímenes de los que solían chillar de rabia o de júbilo, según fuese la actuación de su equipo del alma, asustando a Fonsi, la cotorra de Fernanda, y a Josefín, el gato de Melina, que casi siempre acompañaban a sus dueñas.

Ninguna de ellas era futbolera, por lo que no estaban dispuestas a aguantar los aullidos feroces de aquellos hombres altamente acalorados, que gritaban con furia o aplaudían el juego de los suyos. Por eso habían decidido reservar el comedor alto, a salvo de esos estrepitosos escrotos llamados metonímicamente o, lo que era lo mismo, según indicó muy redicha Aida Collar, usando esa parte determinada del cuerpo masculino para nombrarlos. A continuación se armó un guirigay debido a que Elisenda Puig aseguró que llamar a los hombres por sus partes pudendas era más bien una sinécdoque y, sin el mínimo atisbo de hablar doctrinalmente, preguntó que a ver qué les parecería a las presentes si los paisanos se refirieran a ellas como las tetas o las vulvas, pues personalmente le sentaría como un tiro en cada oído.

Pero a ninguna le dio tiempo de abrir la boca porque, como un vendaval, sin que la esperaran, llegó Margot Pis, prima de las lloradas y recordadas hermanas difuntas, Obdulia y Olivia, pisando fuerte, muy segura de sí e incluso con una sorprendente actitud desafiante que atenuó para explicar que no venía sola, sino acompañada de su conejita Maripifor, a la que llevaba en su cestito, suponiendo que podría jugar con Fonsi, Alfonsina, la cotorra de Fernanda Maruendo, y con Josefín, el gato de Melina Pombal, cuyas dueñas aquella tarde los habían dejado en casa. Y justificó su presencia, tras haber dicho que no asistiría a aquella merienda porque se lo impedía una merendola familiar, que se había clausurado repentinamente debido a que a su tía Justina su confesor la había telefoneado para decirle que tenía por fuerza mayor que atenderla a las seis en punto, ya que no podía cambiarle la fecha para recibir el sacramento de la penitencia por otra que no fuese antes de cinco o seis meses, pues don Sertorio, ese sacerdote, oía en confesión a más de cincuenta mujeres diariamente en la iglesita de la que era párroco, situada en un barrio pobre, donde realizaba una labor encomiable, confortando los cuerpos y las almas. Todas se quedaron con la boca seca y abierta, sin poder emitir una sola palabra, mirándose confusas y perplejas, mientras la causante de aquel asombro y general desconcierto parecía una guerrera triunfante que acabara de cortarle la cabeza a un odiado enemigo.

Pero lo peor y más desagradable tuvo lugar a continuación, cuando Margot se dirigió, ásperamente y de manera grosera, a Angelita Perdigón para preguntarle si por fin se había divorciado del tal Pep Barrabás o Befarás i Deulofeu o como fuera ese primer apellido de aquel catalán asqueroso, que ya podía empapizarse con pa amb tomàquet o una fideuá y quedarse callado para siempre, por ser tan despótico que les prohibía a las hijas y a ella que hablaran español, obligándolas a usar solo la lengua de Cataluña. Por su parte quería creer que Pepitina y Merce, ya cuarentonas o muy cerca de serlo, lo habrían mandado a un sitio peor y más hediondo que la mierda, pues tal padre lo merecía con creces por tratarlas como si fuera su señor propietario con derecho a tiranizarlas y a imponerles su lengua, que era más pobre que una rata comparada con la riqueza y esplendor de la castellana. Angelita, que había hecho hasta entonces esfuerzos para contener las lágrimas, se tapó la cara con las manos, rompió a llorar y comenzó a balancearse como si se acunara balbuceando que sí se había divorciado y que había pagado a muy alto precio esa decisión, pues Merce, la hija mayor, había preferido irse con su padre a Lleida y Pepitina, la pequeña, se había quedado con ella hasta que acabó su relación con Toño, su pareja, y se marchó también a Cataluña.

Todas trataron de consolarla, pero el llanto era cada vez más desgarrador, lo que hacía que todos los ojos de Las Inocencias miraran atravesados a Margot, acusándola de la honda pena en la que había hundido a la pobre Geli. Y fue Aida Collar la primera que se dirigió de palabra a ella reprochándole duramente el estado lamentable de Angelita Perdigón y soltándole sin miramientos que sus dos primas, Oli y Duli, desde el otro mundo, la estarían sin duda maldiciendo; y que, por su parte, le confesaba que siempre la había considerado una liosa armadanzas que disfrutaba con el mal ajeno, así que, sin perder un segundo, la echaría ya de la cofradía.

Margot balbució algo ininteligible y caminó hacia la puerta, mientras las demás la miraban en perfecto silencio. Antes de salir, se volvió hacia ellas y soltó una amarga y forzada risotada. «Sois una pandilla grotesca -les gritó-. Una puerca piara de mujeres que no tenéis nada de inocentes, porque sois nocivas y dañinas. Así que estoy encantada de que me expulséis de esta agrupación, a la que desde ahora debéis cambiarle el nombre de Las Inocencias por el que os va como un guante ambarado a las blancas manos del conde García Fernández y que es el de Las Nocencias o Nocentes, porque causáis mal, dolor y daño». Les lanzó unas sonoras trompetillas y se marchó con Maripifor, muy tranquila en su cesto; pero Elisenda Puig, que había permanecido triste y callada por los insultos a Cataluña y a lo catalán, se dijo que su cabeza gacha indicaba que la Pis estaba a punto de llorar o iba llorando ya.

Días después, Margot pidió perdón y fue unánimamente perdonada. Las Inocencias también le mostraron su arrepentimiento por haber sido duras con ella e hicieron otra fiesta para celebrar que eran humanas y podían herir y ser heridas y sabían lo que era arrepentirse del daño causado y perdonar el que les infligían y Margot les contó la historia de ese conde castellano; y lo que más les gustó fue el nombre de una de las hijas que se llamaba Óneca.

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