El filósofo surcoreano Byung-Chul Han alerta de una insólita actitud alienante: «Ahora, uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado». Se trata de una idea vinculada a la penitencia propia de esta sociedad puritana tan amiga del sacrificio. Vivimos con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede, como bien saben tantísimas madres, empleados «competentes» y defensores de «excelencias» u otras monsergas. Así que brota entre nosotras y nosotros el capitalismo psíquico, la feroz e imperiosa necesidad de entregar nuestra existencia a una maniquea posición social: el enemigo es cada cual y la cosa va de sentirse útil con el tirano interno que nos recuerda la obligación de atarnos al trabajo.

Hoy la alienación radica en una represión anímica, emocional, psicológica. Tengo una amiga -casada la pobre, para más señas- que siempre está insatisfecha consigo misma. Se fustiga a toda hora, ya sea por el trabajo, la familia, amistades€ No es un caso aislado el suyo. El neoliberalismo cala y uno se siente mejor si se compromete con el universo. Pero si te entregas a la realidad mundana te abandonas a ti mismo. Hay que elegir, queridos. Más allá de Byung-Chul Han, creo necesario un lúcido compromiso personal ético: rendir en el trabajo, la familia y el vecindario resulta harto complejo, diría imposible e ilógico. El transitar vital precisa de una actitud concienzuda, crítica y exigente con cada una de nosotras y nosotros. Hay que renunciar y plantearse objetivos puntuales, cercanos, realistas. Si esto ocurriera, deviniendo práctica cotidiana, habría menos depresión y una mayor salud en el ámbito laboral, social, familiar, etcétera. Las emociones ganarían y estaríamos así más próximos a la felicidad, que no es poca cosa.

Mientras tanto, seguimos en la cofradía del flagelo. Se dijo anteriormente: el peor enemigo es cada cual. ¿Cómo romper con este santo martirio neoliberal? Se me ocurre trabajar menos, muchísimo menos, sin ditirambos; vivir, beber y amar más, asumir las responsabilidades justas y necesarias, aumentando también la libertad personal y de nuestro entorno. Romper las cadenas y erigir en proclama individual una vida plena centrada en la introspección, el cuidado de sí, la autoestima y sin caer en tiranías patriarcales. El trabajo nunca dignificó a nadie. Lo que dignifica -y mucho- es el derecho a la pereza, el tedio y las horas muertas.