A sotavento de la circulación atmosférica general, no deja de ser una rareza que llueva en el Mediterráneo Occidental. Los vientos dominantes son los del oeste, mientras que el Mediterráneo, el mar cercano, queda a oriente. Hacia el sur, anticiclones y hacia el norte, borrascas, que confirman vientos, cuya humedad atlántica alcanza el Mediterráneo totalmente agotada. Para que nos llueva en el Levante, la situación se ha de invertir y generar lo que se conoce como una omega: el anticiclón al norte y la borrasca al sur. Eso genera un flujo del este y por fin, el viento viene de nuestro mar. Si esta situación en superficie, se acompaña de masas frías en altura que favorecen los ascensos, tenemos las abundantes lluvias que pueden asegurar el suministro hídrico. Si extraordinaria es la lluvia, la nieve en latitudes tan meridionales llega al nivel de rareza: a la distribución isobárica arriba descrita ha de venir acompañada de una advección muy fría. Con la teoría del cambio climático, la nieve estaba destinada a ser una especie en extinción, no ya solo en latitudes mediterráneas sino en otras más septentrionales. Curiosamente, los datos se empeñan en demostrar todo lo contrario. Según la NOAA y el Global Snow Lab de la Universidad Rutgers, tanto para el Hemisferio Norte en total, como para Eurasia y Norteamérica en particular, la extensión de la nieve disminuye en la primavera, pero por el contrario la tendencia (siempre desde 1967) se incrementa en el otoño y en el invierno. Los valores más importantes son para el invierno, cuando más de 46 millones de km2 (92 veces España), quedan cubiertos de nieve en el Hemisferio Norte. Unos 29-30 millones quedan ocupados en primavera, mientras que en el otoño, que sucede al cálido verano, la extensión suele superar los 20 millones.