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Necesitamos más alquiler

A principios de siglo, España era el país del mundo desarrollado con una mayor tasa de viviendas en propiedad. Un 80 % de los españoles vivía en su propia casa, frente a unos niveles del 60 % en Estados Unidos, algo más de un 50 % en Francia y en torno al 40 % en la próspera Alemania. Por supuesto, hay diferencias culturales e históricas que explican estas diferencias. Para el español medio, una casa es la vía habitual para canalizar el ahorro: un seguro para la vejez y un reconocimiento de estatus. Con un modelo laboral sólido y estable que se prolongaba hasta la jubilación, el trabajo se vinculaba a un lugar geográfico determinado, lo que facilitaba la adquisición de un piso o de una casa. La demografía era sana y pujante, el país crecía y la inversión inmobiliaria además consolidaba -vía alquiler- la cuantía de las pensiones. Los bajos tipos de interés y la bonificación fiscal dieron el empujón final, a pesar de que no era ésta la práctica común en la mayoría de los países de nuestro entorno. No, desde luego, a tal escala. Y, de nuevo, por razones diversas. Primero, porque la flexibilidad de la oferta laboral se hizo mucho mayor, lo cual exigía cierta disposición a la movilidad geográfica. Segundo, porque históricamente el alojamiento en propiedad constituye una inversión peor a largo plazo que indexarse en bolsa y dejar que los ahorros crezcan al compás de la economía. Y tercero, porque la oferta de alquiler era abundante, de calidad y a precios razonables, apoyada además por políticas públicas potentes.

Si la tendencia española a la compra de una vivienda era desproporcionada a principios de siglo -y tuvo asimismo consecuencias nefastas para el sistema financiero y el precio de los activos-, la respuesta lógica parecía conducir a regular el ciclo favoreciendo el alquiler. Sin acceso a crédito ni empleo fijo -ni de calidad en muchos casos- la cultura del arrendamiento reapareció como una necesidad más que como un deseo. Y así fue durante unos años, mientras la doble recesión (de 2008 y 2011) castigaba nuestro patrimonio, hasta que la economía empezó a resurgir, aunque con matices significativos: quizás el más relevante sea que la propiedad en zonas premium ha pasado a convertirse en un claro objetivo de los fondos de inversión internacionales. Y también que la nueva burbuja inmobiliaria se ha cebado en aquellos lugares donde la demanda rige, es decir, en el alquiler.

Y no hablamos sólo de València, Barcelona o Palma, donde el inquilinato vacacional ha trastocado cualquier equilibrio previo disparando hasta la estratosfera el coste del arrendamiento, sino que el boom afecta ya claramente al alquiler a largo plazo, el cual resulta escaso y caro, incluso en zonas que no podemos considerar premium. Los efectos serán inmediatos: dificultar la movilidad geográfica de los trabajadores y estudiantes, que buscan alternativas menos costosas. Y esto representa un empobrecimiento notable en el capital humano de las regiones afectadas por dicha burbuja y una enorme transferencia de riqueza hacia el que ya es propietario.

La experiencia nos indica que es poco probable que un régimen de subvenciones o desgravaciones fiscales permita regular tales desequilibrios. ¿Se debería potenciar la construcción de viviendas de protección oficial para alquilar? ¿Poner un límite a la subida máxima anual de la renta en alquiler, como sucede en otros países? Sin duda, sería imprescindible dotar de mayor seguridad jurídica al arrendador, sobre todo cuando se enfrenta al impago de las rentas. Y, de nuevo, debemos preguntarnos si el urbanismo que se aplica en nuestras ciudades es el más adecuado para favorecer la cohesión social. Ante las críticas, hemos de insistir una y otra vez en que no existen equilibrios perfectos. Ni modelos ideales. Y facilitar el arrendamiento frente a la compra nos acercaría a los modelos europeos y dotaría de mayor flexibilidad a una economía que así lo requiere. Pero la oferta debe ser abundante, de calidad y lo suficientemente atractiva como para que se convierta en una alternativa a la cultura de la propiedad. No parece que éste sea el caso a día de hoy. Al contrario, los efectos de la hiperinflación en el alquiler van a ser nefastos: el precio de la vivienda constituye el mayor factor que explica el crecimiento de la desigualdad social.

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