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Sobre la prisión permanente revisable

En el otoño de 1975, un numeroso grupo de estudiantes de la Universidad Autónoma de Barcelona nos concentrábamos en la cercana Sardañola del Vallés para protestar por la última ejecución del franquismo, la del etarra Txiqui, cuyo cuerpo se trasladó al camposanto de la misma localidad catalana. Nada podía solventar aquella protesta pero nosotros, los estudiantes, aplacábamos así nuestra conciencia de jóvenes inconformistas contra el régimen dictatorial.

Por aquel entonces, y fruto de las lecturas habituales de la época, pues paradójicamente el tardofranquismo fue el periodo más marxista de la historia del pensamiento español, estábamos firmemente convencidos de que la justicia pertenecía a la categoría de las superestructuras del poder que Marx, Gramsci y otros denunciaban como elementos constitutivos del capitalismo, uno de los disfraces de los verdaderos intereses económicos de la clase dominante, bla, bla, bla€

Como es bien sabido, tras el advenimiento de la democracia parlamentaria y la derogación de la pena de muerte por parte de la Constitución del 78, el crecimiento económico ha sido exponencial, lo que simplistamente equivale a evidenciar que las dictaduras justicieras nada tienen que ver con la marcha de la economía, ni siquiera con las pugnas económicas -me resisto a emplear el manido término de lucha de clases- que concurren en el seno de las sociedades capitalistas avanzadas.

La Justicia, así con mayúsculas, tampoco es una consideración derivada de una hipotética ley natural, como nos hizo ver Friedrich Nietzsche en varios de sus libros, dedicados mayormente al estudio de la génesis de la condición moral del hombre. Nietzsche creía que venimos de un estadio «natural» en el que las disputas entre los hombres son problemas entre particulares, hasta que se alcanza un estadio «político» por el cual se consagran derechos y deberes -y castigos- que organizan la convivencia social.

Hoy, sin embargo, las aportaciones de la antropología nos informan de múltiples estadios de lo moral en sociedades prepolíticas, de tal suerte que parece innata una cierta pulsión moral en el género humano, como quizás también lo es su posibilidad violenta. Basta ir rascando hacia el fondo del ser, como le ocurría a aquel personaje encarnado por Dustin Hoffman en Perros de paja, la historia de un afable profesor de matemáticas que acaba liquidando a toda una familia de sádicos lugareños que desean abusar de su esposa. Un seguidor del buenista Rousseau que acaba disparando como si hubiera leído el Leviatán de Hobbes, «homo homini lupus», el hombre es un lobo para el hombre.

Por decirlo bíblicamente, oscilamos entre Caín y Abel en nuestra realidad interna, aunque nuestro perfil ideológico -político o religioso, da igual- suele hacer que tomemos partido en la superficie de la conciencia. Es eso lo que está ocurriendo, ahora mismo, con el debate político en nuestro país en torno a la «prisión permanente revisable», la amable fórmula retórica que se ha empleado para imponer la cadena perpetua en el sistema penal español.

Como sabrán, y al hilo de las más de dos millones de firmas recogidas por el padre de la joven estrangulada por una especie de parafílico sexual en Galicia, el Gobierno del Partido Popular ha aprobado ampliar los supuestos en los que podrá aplicarse la pena perpetua revisable, mientras el resto de los partidos de la Cámara nacional se oponen a la medida. Tenemos, pues, una intensa controversia en la que se citan tanto las posiciones ideológicas como el ventajismo parlamentario, la manipulación mediática y el populismo en sus variantes civiles y políticas.

El debate real sobre la cuestión no es sencillo, pues como en una interminable cebolla se superponen las capas que van cubriendo la misma. Los propios pensadores cristianos, cuyas creencias religiosas les facultarían para adoptar posiciones más conmiserativas frente a las desviaciones de los delincuentes, están profundamente divididos. En el Antiguo Testamento encuentran los partidarios de la mano dura numerosos argumentos y citas de un Dios profundamente violento y vengativo. En el Nuevo, todo lo contrario.

En Estados Unidos, donde en muchas salas de los tribunales pende un gran frontispicio con la leyenda «In God we trust» (en Dios confiamos), ya saben que sigue vigente la pena capital en buena parte de sus Estados, seguidores, pues, del Dios más arcaico, incluyendo a la liberal California. Al respecto, también les aconsejo el visionado de alguna película sobre las derivaciones morales de esta cuestión, muy del gusto americano: La jauría humana con Marlon Brando, o Ejecución inminente, de Clint Eastwood, una demócrata y la otra republicana, y ambas críticas con la justicia vengadora.

Pero todos tenemos nuestra vertiente vengativa, incluidos los sacerdotes de Luis Buñuel, y es hasta posible que en términos neurológicos la venganza segregue mucha dopamina tranquilizadora y que las familias de las víctimas duerman mejor cuando los culpables son castigados. Estos argumentos, tanto o más debatibles que otros, no son al menos hipócritas, como aquellos que defienden que el sistema de la Justicia no castiga, sino que busca redimir, lo que teniendo en cuenta el edificante ambiente que se vive en las prisiones resulta una broma de muy mal gusto.

Está claro, al menos, que la civilización no se alcanza solo con palabras, con medias verdades disfrazadas de falsas buenas intenciones. Mientras tanto, pueden verse The Good Wife, las siete temporadas del bufete de abogados más liante de Chicago y caerán en la cuenta de la volatilidad del Estado del derecho universal.

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