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Guardando distancias

No recuerdo que me obligaran a besar a nadie cuando era niña, pero me revuelve contemplar esa escena que casi todos habremos presenciado en la que un niño se protege detrás de sus padres o abuelos porque se niega a aproximarse a un desconocido, mientras el adulto de turno le está conminando a que entre en contacto con alguien que el pequeño no quiere.

En ocasiones, los mayores pensamos que esa es la manera adecuada de educar y enseñar modales a hijos, sobrinos o nietos, pero así no conseguimos que sean más dulces, más próximos o cariñosos. Besar no puede ser una obligación, y ni el pariente ni el extraño tienen que extrañarse o molestarse por ello. De hecho, no me agrada la costumbre tan extendida en nuestras latitudes de besar por doquier, aunque en ocasiones es preferible arrimar el rostro a tocar según qué manos.

Respetar el espacio físico de nuestros pequeños es más importante que hacerlo con el de los adultos. Y no forzar sus emociones entra dentro de este capítulo. Ellos todavía creen que los besos y los abrazos son demostraciones auténticas de afecto (algunos todavía queremos creerlo) y si los niños no se sienten a gusto con una persona, no es necesario forzarles a que la besen o abracen, de modo que un apretón de manos sobra. Y eso les servirá mucho más para su futuro, porque no me imagino a nadie en un puesto de responsabilidad besuqueando a sus colegas de reunión, aunque hoy en día casi todo vale.

Nuestro papel es velar por el cuidado de los más pequeños y alentarlos para que vayan encontrando su manera de relacionarse, sin forzar. Ellos saben quién les quiere, quién les respeta y es inútil imponerles estereotipos o referentes falsos. Y el mayor que quiera que le adoren, que se gane su afecto si tiene la suficiente inteligencia emocional. De nada sirve obligar, sino dejar que decidan de qué manera se sienten más cómodos para saludar a los familiares y a los extraños, y hacer suyos o no los compromisos y las ganas de quedar bien de sus padres.

Me contaron de un sujeto que se casó por segunda vez y quiso obligar a sus hijos a llamar «mamá» a su nueva esposa, cuando la verdadera madre estaba viva y ejercía como tal. El invento de la falsa maternidad generó el consiguiente rechazo y hasta broncas de los niños con esa pareja descerebrada, pero todo gesto forzado al final revient. No sé con qué cara les explicaría el papuchi a los niños, cuando se divorció por segunda vez, que la madre inventada ya no estaba en su casa... Menos mal que los chiquillos siempre supieron que la madre que los parió no dejó de estar con ellos y que nunca les iba a fallar.

Hay chalados por todas partes.

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