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Leyes electorales inamovibles

La propuesta de Ciudadanos y Podemos de modificar la Ley Electoral española ha recibido la previsible acogida por parte del máximo beneficiario de dicha ley, el Partido Popular: no tiene ni la menor intención de hacer reforma alguna. Hay dos grandes axiomas que conviene tener presentes cuando se habla de leyes electorales: el primero, que nadie que esté en disposición de cambiar una ley electoral lo hará en un sentido que le perjudique; y el segundo, que los partidos que han llegado al poder con una determinada ley electoral normalmente no querrán cambiarla, puesto que con ella han ganado (en el recuerdo queda el cambio que hizo Cospedal de la ley electoral en Castilla-La Mancha, gracias al cual perdió el poder cuatro años después; un poder que habría conservado si hubiera mantenido la ley anterior).

Ambos factores, conjugados, explican la notable longevidad de la mayoría de las leyes electorales y las dificultades para cambiarlas. Por ejemplo, en la Comunitat Valenciana, donde los partidos llevan prácticamente dos años negociando en las Corts el cambio de la ley autonómica (y donde los ambiciosos propósitos iniciales pueden verse reducidos, al final, a sustituir la barrera del 5 % por la del 3 % de los votos para obtener representación). Y, sin duda, es también el caso del sistema electoral español.

El actual modelo de reparto de escaños fue desarrollado antes de las primeras elecciones democráticas con el indisimulado propósito de favorecer a los partidos conservadores. Dos elementos son particularmente importantes para garantizar eso. El primero, que la circunscripción sea la provincia, en un país donde la gran mayoría de las provincias están muy poco pobladas y tienen 3, 4 ó 5 escaños a repartir, lo que ya desalienta a los partidarios de los partidos pequeños o de las nuevas opciones electorales para votarles. El segundo, que refuerza el anterior: la asignación directa de dos diputados a cada provincia, con independencia de su población. Esto hace que las provincias menos pobladas (Teruel, Soria, Cuenca...) estén sobrerrepresentadas. Los votantes de esas provincias son mucho más valiosos (el doble, o el triple) que los de Madrid o Valencia (es algo que también sucede en la Comunitat Valenciana, donde los votantes de la provincia de Castellón tienen mucho más peso, individualmente considerado, que los de Valencia o Alicante).

En el contexto actual, de cuatro partidos en liza, el PSOE, y sobre todo el PP, cuentan con un importante añadido de escaños a sus votos que viene determinado por estos dos factores, y sobre todo por el segundo: su mayor implantación en las provincias menos pobladas (con población de mayor edad, menos proclive a experimentar con los nuevos partidos). Además, es muy difícil cambiar estas dos cuestiones, porque implicaría un cambio constitucional. Por eso, Podemos y Ciudadanos no tocan las provincias ni la actual asignación de escaños en su propuesta, sino que buscan cambiar el modelo de reparto de escaños (la Ley d'Hont), favorable a los partidos más votados en cada circunscripción, por otro sistema de reparto (Sainte-Laguë) mucho más proclive a las terceras y cuartas opciones (es decir, en casi todas estas provincias poco pobladas, a Podemos y Ciudadanos). Y ha pasado lo que era previsible: el PSOE, a quien este cambio, aparentemente, ni le perjudica ni le beneficia, ha dicho que sólo con consenso del PP, que es lo mismo que decir directamente que ni hablar, que es lo que ha dicho el PP, principal perjudicado del cambio.

De hecho, siempre que el PP ha hablado en el pasado de reformas electorales era en un sentido en el que ellos podían pensar que la reforma les beneficiaría. En el recuerdo queda también esa propuesta del PP de dar la alcaldía al partido más votado, siempre y cuando obtuviese el 35 % de los votos. Luego aparecieron Podemos y Ciudadanos y la propuesta quedó congelada conforme en el PP veían que ese 35 % iba a convertirse en un objetivo difícilmente alcanzable en los próximos años. Pero la intención quedó ahí. Como la inefable tesis doctoral de Camps, que quería incorporar un sistema electoral mayoritario (en un momento en el que el PP sería el partido victorioso en casi todos los distritos electorales; sobre todo, si se encargaba también de configurar los distritos para asegurar que así fuera).

Es imposible conseguir un consenso absoluto para cambiar el sistema electoral. Nunca van a estar de acuerdo todos los partidos, porque aquella medida que beneficie a alguien necesariamente perjudicará a otro. La cuestión no es conseguir el consenso absoluto, sino el máximo consenso que sea posible. Por eso, la batalla de Podemos y Ciudadanos es intentar el apoyo del PSOE. Pero el PSOE añora los tiempos felices del bipartidismo, aunque sea con un sistema que favorece más a su rival atávico, que la incertidumbre de implantar un sistema nuevo que propiciara que estos advenedizos recién llegados pudieran superarles. Así que, cuarenta años después de la implantación del actual sistema electoral, aquí estamos. Sin que nada cambie para que todo (todo lo posible) siga igual.

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