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Topónimos batientes

Todas las lenguas que conozco adaptan a su fonética y escritura los nombres de los accidentes geográficos y los topónimos de otros idiomas. Se trata de un artificio idiomático usual que antaño era costumbre pero que, en la actualidad, en un mundo mucho más global y acostumbrado al conocimiento de lo distinto, ha caído en desuso. No obstante lo cual, existen sonidos de difícil articulación para algunas comunidades lingüísticas. Excuso decirles los problemas que padecen los anglogermánicos para pronunciar nuestra eñe, o la jota y la doble erre. Para un castellano, igualmente, se hace complicado distinguir la sonoridad más allá de las cinco vocales típicas del idioma compilado por Nebrija. Y no digo nada del chino de la etnia han, con sus cinco clases de acentos o sonorizaciones, incluyendo el mudo o silente.

Tiene su lógica, pues, que los idiomas adapten incluso los nombres propios extranjeros incluyendo, claro está, las transliteraciones gráficas de los escritos, en especial, ya digo, los topónimos, es decir, el sustantivo con el que se designa un lugar, desde un río a una ciudad. Así, en castellano -o español, como se le denomina fuera de España- decimos y escribimos Moscú con acento en la ú y no las representaciones latinas Mockba ni Moskvá que serían las más similares al original cirílico según siguiéramos la grafía o la fonética. Les pongo también el ejemplo sencillo de un río, mi favorito, el Támesis que los ingleses escriben Thames y pronuncian enfáticamente: Ceemzs€

No hace tanto que nuestras abuelas hablaban tal cual leían en castellano los conocidos nombres de los actores y actrices de Hollywood, cuando el cine solo se reconocía por ellos antes de la fiebre autoral: decían Clark Gable (y no Gueibol) o Marilyn Monroe (y no Monrou). Pero mi abuela, que había aprendido catalán en Barcelona, pronunciaba los topónimos en castellano cuando hablaba castellano y en catalán cuando hablaba catalán. Y decía Huesca u Osca según y como, o empleaba Játiva cuando hablaba un idioma y Xàtiva cuando usaba el otro. Aunque ya saben que los de Xàtiva tenemos una peculiar manera de llamar a la ciudad: Aixàtiva€ cómoda contracción de ir «a Xàtiva».

Los disparates fonéticos abundan en nuestro país dada la coexistencia de diversas lenguas, dialectos y parlas, creando confusos y orgullosos sentimientos de pertenencia. No hace mucho se armó una marimorena a cuento del acento canario de uno de los actores en la serie histórica La peste, ambientada en el siglo XVI, el siglo de oro de la literatura castellana que todos estamos acostumbrados a oír en versos muy sonoros y floridos en nuestro teatro clásico. A un servidor le enerva también escuchar a los locutores de las cadenas televisivas radicadas en Madrid pronunciar en agudo castellano los nombres propios del ámbito lingüístico valenciano: March pronunciando la ch en vez de Marc, o a la inversa con las terminaciones en oig como Caroig en vez de pronunciar Caroch, o el deje más absurdo de transformar la ll final en l, por ejemplo, diciendo Masamagrel o Sabadel. Estos barbarismos tienen su gracia si derivan de una circunstancia popular, pero resultan hirientes cuando quien los comete son profesionales de televisión.

Pero del mismo modo, son ridículas las pretensiones de conferir un único topónimo monolingüe a los lugares no castellanos, sin importar la lengua en la que se está usando dicha palabra. Se trata de una corriente política procedente del antiespañolismo que se fraguó durante la transición y que ha terminado por convertirse en práctica habitual que nadie discute. Una batalla a topónimo batiente que crea una falsa oficialidad. La empezaron vascos y catalanes, si bien los primeros tuvieron el sentido común de mantener en uso los topónimos históricos castellanos para no crear conflictos innecesarios: Vitoria siguió vigente junto a Gasteiz, o Pamplona con Iruña€ Así ocurre, por ejemplo, en la zona bilingüe de Bélgica, o en Grecia, donde las señales de tráfico se escriben en griego y en inglés para no marear a los turistas.

No así en el caso catalán, que ha tendido a hacer desaparecer todo rastro de castellanismo toponímico: ya nadie dice Lérida o Gerona, ni cuando habla o escribe en castellano€ Luego vino la campaña de la GI que organizó fervorosamente el periódico El Punt repartiendo pegatinas y desapareció de las matrículas de los vehículos, y hasta La Vanguardia decidió escribir Catalunya en su edición castellana, la más ampliamente leída, no obstante.

Nadie pone en duda que en los territorios con lengua propia se adopte la oficialidad de dicha lengua para sus topónimos por más que históricamente la coexistencia lingüística haya sido duradera. Resulta absurdo, en cambio, que el nombre declarado políticamente oficial se imponga en una lengua que le es ajena incluso provocando colapsos fonéticos, como cuando decimos que «vamos a A Coruña» y otras lindezas sonoras similares. Pura estulticia de un país que no supera sus demonios familiares, ni sabe coexistir con su diversidad ni crear culturas inclusivas. Y eso que la industria del libro en español ha tenido su sede histórica en Barcelona o que han sido los poetas andaluces con su habla en seseo los que mayor hondura le han conferido a la lírica española.

La anulación de la voz castellana de Valencia, sin tilde ortográfica, por parte de una corporación política, es el penúltimo episodio de esta lid a topónimo batiente en la que anda el nacionalismo antiespañolista desde hace décadas, cuando de lo que se trataría es de estudiar las formas de coexistencia de las lenguas, pues son muchas las confusiones y chirríos sin concordancia que provoca el uso ambivalente de las mismas. Es una idea que les sugiero a los académicos de la lengua valenciana.

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