Que el sistema de pensiones anda tocado de gravedad, es obvio. Lo curioso es que no acabamos de ser conscientes de la gravedad del asunto. Somos poco previsores y da la impresión de que nos la trae al pairo lo que ocurra cuando pasemos a la reserva. Cuesta entender que, después de toda una vida trabajando -y cotizando, por supuesto-, podamos quedarnos a dos velas, pero empiecen a plantearse esa posibilidad. Vayan abandonando el carpe diem, porque dudo mucho que Dios provea y, ni mucho menos, esperen que lo haga el gobierno. Pintan bastos.

Suponía que incrementar la esperanza de vida era algo bueno para la sociedad española. Debe ser una deformación profesional porque, según parece, esto de vivir más años -ojo, siempre con cierta calidad para disfrutarlos- acabará por ser considerado como un atentado contra el bien común. Demasiado gasto destinado a quienes ya no son productivos. En breve, se pondrá en práctica la última maldad dirigida a reducir la intensidad del problema. Se trata de ese eufemístico «factor de sostenibilidad» con el que nos van a poner rectos por tanto derroche económico. Incluso será posible que, a partir del próximo año, los pensionistas ya no tengan razón alguna para quejarse del pírrico aumento del 0,25% que se aplica a las pensiones. Más que nada porque la cuestión ya no radicará en cuán escaso es el incremento, sino en cuánto ha bajado la prestación que se recibe. Cada nuevo año cumplido vendrá acompañado de la correspondiente rebajita. Cuanto más vivan, menos cobrarán. Desconozco si se pretende que vivamos menos o peor. En cualquier caso, la idea debería repugnarnos.

Puede que el informe de la Asociación de Analistas Financieros Internacionales (AAFI), sobre el impacto del factor de sostenibilidad de las pensiones, sea un tanto alarmista. Hay motivos para valorarlo con cierta precaución, conociendo que el estudio se realizó a solicitud de la Asociación Empresarial del Seguro (UNESPA), principal beneficiada de la debilidad que sufre el sistema de pensiones. Ahora bien, los datos hacen temblar. La pérdida del poder adquisitivo de los jubilados producirá una caída del 3% del PIB y hará desaparecer 750.000 puestos de trabajo en 2035. Se estima que, a lo largo del tiempo en que cobremos nuestra jubilación, ésta acabará por disminuir un 27% respecto a la inicial. Nada de subir, sino que irá bajando a medida que nos mantengamos con vida. Si la pensión actual equivale al 81% de la última nómina cobrada cuando se estaba en activo, en unos años apenas equivaldrá a un 63%. Demasiada reducción para afrontar todo lo que a uno le queda por delante.

España es el segundo país desarrollado con mayor esperanza de vida, con un promedio que supera los 83 años. Parece incongruente, por tanto, que no dispongamos de políticas adecuadas para afrontar adecuadamente la situación. Y aún más lamentable es la demonización de los jubilados como argumento para justificar los males de la economía española. Porque, no lo olviden, las pensiones -cuando menos las contributivas- son fruto del ahorro generado durante toda la vida laboral por trabajadores y empresas. Nadie nos ha regalado nada, que a esa hucha le hemos metido casi el 30% de nuestros salarios. No se trata, por tanto, de ninguna ayuda económica que nos aporta el Estado sino de un seguro más que, como cualquier otro, se relaciona directamente con el capital aportado. Eso sí, un seguro en el que cada cierto tiempo nos van cambiando la letra pequeña y se convierte en una auténtica estafa.

Desde el gobierno insisten en que complementemos nuestras pensiones con planes privados. Esta es la opción a la que nos dirigen desde hace ya bastantes años. La cuestión estriba en preguntarse por qué demonios no es la propia Seguridad Social quien puede ofrecer un rendimiento más elevado a nuestras cotizaciones. En los últimos 15 años, el rendimiento medio de los fondos de pensiones en España ha sido del 3,03%, sensiblemente inferior al 4,61% anual que han rentado los bonos del Tesoro. Tratándose de una aseguradora pública de obligada afiliación -un matiz que no podemos obviar-, habría que empezar por justificar la mala gestión de las aportaciones que hemos ido realizando. O permitir recuperar el capital aportado para buscarse la vida en la iniciativa privada, si es que ésta ofrece mejores rendimientos. Porque, insisto, se trata de un considerable ahorro -seis cifras, en la mayoría de los casos- fruto de toda la vida laboral, que viene a significar casi el 30% del dinero que se destina a pagar la nómina de un trabajador medio.

Se preguntarán de dónde diablos van a sacar los jubilados un complemento para afrontar unos gastos que irán creciendo, mientras los ingresos minoran. No estamos en un país que pueda presumir de una adecuada atención socio-sanitaria que permita afrontar los años con cierta dignidad. También es demasiado común que las pensiones acaben siendo parte obligada del sustento de algunas reagrupaciones familiares, forzadas por el desempleo de los hijos. Solo resta acabar liquidando el patrimonio más básico: la casa en la que uno vive. Atentos a esta opción que, a buen seguro, acabarán ofreciéndonos como idónea para poder complementar las pensiones cuando se ha llegado a cierta edad y no queda otra. Observen el creciente interés de las aseguradoras privadas por ofrecer rentas vitalicias, a cambio de inmuebles. A la muerte, nada quedará para los herederos, pero tampoco éstos tendrán que afrontar un injusto impuesto de sucesiones. Trabaje usted toda una vida para acabar así. Triste ¿no?

Vista la ineficacia de la Seguridad Social para obtener un adecuado rendimiento de nuestras aportaciones, la negativa a actualizar las pensiones en base al IPC, o el manifiesto desinterés por compensar mediante beneficios fiscales -siendo fruto del ahorro ¿por qué las pensiones no tributan de manera diferenciada?-, quedan pocas salidas. Según las previsiones, viviremos unos veinte años con la pensión que nos corresponda: la mitad para disfrutar lo que podamos y, la otra, para ir sosegándonos. Una tarea harto difícil con los dos duros que nos van a quedar. En este contexto, acabará por tomar fuerza el ejemplo del viceprimer ministro nipón, Taro Aso, cuando solicitó a los mayores que fueran muriendo con cierta rapidez, para ahorrarle gastos al Estado. Lo lamentable es que, coincidiendo con la opinión del político japonés, mucha gente acabe preguntándose por qué tienen que pagar por aquellos que ya no aportan ingresos al sistema ¡Cuánta ingratitud!

En España ya se ha hecho el cálculo para aplicar la doctrina del «muérete pronto» que preconiza Taro Aso. Si vivimos más de 76 años, el sistema de pensiones se irá al carajo. Pues vaya buscando solución quién le corresponda, porque no veo a la peña con prisa alguna por dejar este mundo. Ni falta que hace.