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La libertad es cara

Libros secuestrados, obras vetadas en ferias de arte, cantantes condenados a cárcel, tuiteros y titiriteros sentenciados, manifestantes multados por ejercer sus derechos€ No es la demonizada Venezuela de Maduro, sino la elogiada España de Rajoy. La de 2018. La de un Gobierno que ha impulsado una restricción de la libertad de expresión sin precedentes en la reciente democracia española con la denominada ley mordaza. El director de Aministía Internacional en España, Esteban Beltrán, lo advertía este jueves: 2017 «fue un mal año para la libertad de expresión» en nuestro país. Y por las trazas que lleva, este 2018 lleva camino de serlo aún peor.

Durante las últimas décadas, tras el regreso de la democracia a nuestro país, hemos llegado a dar por sentado que la libertad de expresión es un derecho inalienable en nuestra sociedad. Sin embargo, las restricciones que preocupantemente empiezan a ser cada vez más cotidianas nos han devuelto a la dura realidad: hay que luchar cada día por esa libertad de expresión, pues detrás de cada esquina se ocultan individuos e instituciones dispuestos a arrebatárnosla.

Resulta además especialmente preocupante que ese espíritu inquisitorial del Gobierno se vea respaldado desde el ámbito judicial por resoluciones que en vez de proteger un derecho fundamental decidan castigarlo, en contra de toda jurisprudencia internacional. Si algo distingue, precisamente, a una democracia asentada de otro tipo de regímenes es el respeto máximo a esa libertad, con el exclusivo límite de la difamación. Y ese límite que rige para los medios de comunicación tradicionales es también el que debe aplicarse a las nuevas redes sociales. Teniendo claro, por supuesto, que una amenaza no es libertad de expresión porque nunca lo ha sido, ni antes ni ahora.

En todo caso, en un mundo globalizado como el actual, este tipo de decisiones conlleva también un efecto bumerán que ayuda a poner a cada uno en su sitio. Así, el libro secuestrado ha registrado un subidón de ventas; el joven multado por superponer su cara a la de un Cristo en un fotomontaje en Jaén vio como aportaciones voluntarias de todo el país sufragaban con creces la sanción; la condena de cárcel a un rapero o a una tuitera serán presumiblemente anuladas por el Constitucional o la justicia europea; la obra censurada en Arco fue vendida en el momento y la pared en blanco ha quedado como signo de vergüenza de quien la vetó€ como ocurrió en 2010 en València, cuando la diputación censuró una exposición fotográfica de la Unió de Periodistes en el MuVIM y la muestra registró un récord de visitas en cuanto se trasladó íntegra a otra sala.

Las condenas y multas que se han convertido en un amenazante goteo no van solo contra los castigados, sino contra el conjunto de la sociedad que ve peligrar uno de los fundamentos del régimen de libertades que tanto nos costó conseguir tras aquel régimen de oprobio que precisamente tenía en la censura y el silenciamiento de la libertad de expresión uno de sus baluartes. Y que, al parecer, más de uno y de dos añoran. No debemos olvidar, como afirmaba José Martí, que «la libertad cuesta cara y es necesario comprarla por su precio o resignarse a vivir sin ella». Y no podemos resignarnos.

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