Nuestra Constitución es clara y contundente, proclama la igualdad de mujeres y hombres. Y la igualdad no se limita a su vertiente formal, sino también a la material sin limitación alguna. Los tribunales internos e internacionales nunca han titubeado en proclamar dicha igualdad al interpretar nuestra Constitución, los Tratados de la Unión Europea y el Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Públicas. Sin embargo, no faltan en España, y en el resto de la Unión Europea, prácticas y manifestaciones ofensivas para las mujeres que no solo ponen en duda su igualdad formal y material con los hombres, sino que atribuyen a las mujeres algunos de los déficits más notables de nuestras sociedades occidentales.

No es necesario ser feminista para proclamar con rotundidad que no se puede consentir el menor resquicio de machismo, o de concepción patriarcal, en las relaciones entre hombres y mujeres en el ámbito familiar. Y de la misma manera no es posible consentir el menor rastro de discriminación de las mujeres en los ámbitos político, laboral, social o cultural. No es necesario ser feminista para pensar de este modo; es suficiente con participar de los principios que proclama nuestra Constitución de 1978, una de las más avanzadas de Occidente en esta materia.

Prestaremos aquí atención a una de las atribuciones más lamentables e irresponsables que se hacen a las mujeres, en España y también recientemente en algunos Estados de la Unión Europea. Nos referimos al problema demográfico, a la crisis demográfica que comienza a agudizarse en Europa. Nuestra población envejece a un ritmo acelerado que pronostica una situación que pudiera ser insostenible en los años cincuenta de este siglo. De no afrontarse este asunto, es probable que en la segunda mitad de este siglo en Europa carezcamos de personas suficientes para que funcionen regularmente nuestras sociedades. Y ante ese problema, algunos políticos relevantes han concluido que las responsables son las mujeres, a causa de su masiva incorporación al mercado de trabajo. Según estos pensadores las mujeres deberían volver al estatus que tenían desde tiempo inmemorial hasta la segunda mitad del siglo XX: volver a sus hogares y encargarse de tener hijos, de cuidarlos y de ocuparse de las tareas del hogar. Es decir, para subsanar nuestro déficit demográfico habría que dar pasos atrás en la Historia.

Como en tantos otros temas de nuestro tiempo, lo que sucede es que el problema existe pero las causas no son ciertas y las soluciones que se proponen son equivocadas. Es cierto, tenemos un problema demográfico, pero debe abordarse partiendo del principio de la igualdad de mujeres y hombres y no lanzando cargas de profundidad contra dicha igualdad.

El principio de igualdad ha traído como consecuencia que las uniones de personas ya no están monopolizadas por el matrimonio ortodoxo entre personas de distinto sexo, que se regula en todos los códigos civiles de los Estados de la Unión Europea. En la actualidad son aceptados en la mayoría de los Estados de la Unión los matrimonios entre personas del mismo sexo (el último Estado que se ha incorporado a esta versión del matrimonio fue Alemania en el verano de 2017), se admiten también las parejas inscritas en registros públicos, así como las parejas estables aunque no estén inscritas, uniones a las que paulatinamente se reconocen los mismos derechos que a los matrimonios ortodoxos. Pero, pese a las transformaciones habidas en lo que concierne a los nuevos modelos de uniones de personas, persiste el reto demográfico que hemos señalado en toda la Unión Europea, sin que los poderes públicos sean capaces de adoptar una solución o soluciones eficaces a medio y largo plazo.

Como se ha escrito recientemente, la familia, integrada por uniones de personas de diferente o del mismo sexo, y sus descendientes biológicos o adoptados, es también una comunidad de servicios que sigue siendo indispensable para el funcionamiento de nuestras sociedades occidentales. Pero el funcionamiento de esas comunidades de servicios ya no es posible construirlo, como se ha hecho hasta hace pocas décadas, condenando a las mujeres a funciones auxiliares.

La igualdad de mujeres y hombres exige un cambio de paradigma de lo que ha sido la familia. No se trata de pasar de un sistema patriarcal a un sistema matriarcal ni nada parecido; se trata de que las uniones entre personas del mismo o diferente sexo, o las familias monoparentales, reciban de los poderes públicos el apoyo que corresponde a las que debemos calificar de auténticas sociedades de servicios, que son las familias, sin las que nuestras sociedades occidentales tienen pocas oportunidades de sobrevivir. Si no se aborda nuestro problema demográfico situándolo en la cúspide de nuestros problemas y si no se aborda preservando la posibilidad de que por igual mujeres y hombres se realicen personal, social y profesionalmente, no habremos entendido uno de los retos más importantes de nuestro siglo y conduciremos a nuestras sociedades a su desintegración.

El artículo 39 de nuestra Constitución proclama la protección social, económica y jurídica de la familia, de los hijos y de las madres. Es suficiente aplicar de manera expansiva y adecuada a nuestro tiempo este precepto para lograr salir del bucle actual. Ni siquiera es ya suficiente imitar a los países nórdicos europeos, que suponen la avanzadilla de Europa en esta materia, porque los déficits demográficos son igualmente considerables en esas latitudes. Es necesaria una nueva cultura que lleve consigo unos nuevos parámetros que pasan por nuevas concepciones de apoyo a las familias que no están en la actualidad en las agendas de los partidos políticos españoles, ni tampoco en las de los europeos.

Afortunadamente, los vientos de la historia impedirán que los nuevos fundamentalistas del patriarcado se salgan con la suya. La igualdad de la mujer con el hombre no tiene vuelta atrás, pero en este caso no basta, para un nuevo reenfoque, que mujeres y hombres no estemos dispuestos a dar pasos atrás. Es necesaria la acción política. Esta es una cuestión de Estado que exige acciones claras, más allá de las proclamas eufemísticas de todos los partidos políticos europeos.

Las mujeres de nuestros días no van a renunciar a la libertad y la igualdad. Se trata de conquistas irrenunciables. Pero, si no se llevan a cabo políticas públicas satisfactorias, las mujeres españolas y europeas dejarán de asumir la responsabilidad de soportar en solitario la mayor responsabilidad en el mantenimiento las que hemos denominado sociedades de servicios. Ni se puede ni se debe, por imperativo legal, por imperativo ético y por imperativo histórico, hacer otra cosa que concebir de nuevo las políticas públicas dirigidas a relaciones familiares. Por eso, los poderes públicos deben asumir su responsabilidad de afrontar el problema demográfico preservando, en todo caso, la igualdad de mujeres y hombres.