Mi cinta de andar es mi psicoanalista. Cuando me pongo a andar sobre ella, me entrego a la asociación libre. Por la mañana había buscado la libreta donde emborrono hojas con la esperanza de poner orden en un libro sobre la crítica que Weber y Freud realizaron a la filosofía de Nietzsche. No sabía muy bien qué me había llevado a esa euforia. Pero tan pronto me puse a andar en la cinta mecánica, ya a la caída de la tarde, con la mirada perdida en los lejanos árboles, recordé de repente el sueño que había tenido esa noche. Estaba en la Complutense y veía llegar a un conocido catedrático español de Filosofía. Venía de oposiciones. Entonces me daba cuenta de que tenía que presentarme a esas oposiciones y no tenía obra con la que concursar.

¿Tendrá algo que ver este sueño, dominado por la inquietud insuperable de que la ocasión me encontrara sin la debida preparación, con que me hubiera levantado dispuesto a avanzar en la escritura de esa obra, que no sé si algún día acabaré? No lo sé. En todo caso, resulta evidente que me levanté dispuesto a obedecer una orden irresistible. ¿Por qué? Sólo puedo decir que el viernes por la noche me dormía ordenando algunos pensamientos sobre este artículo. Desde que recibí la noticia de la muerte de Jacobo Muñoz, el viernes por la mañana, tenía decidido dedicarle esta columna. Él la merece. Es uno de los intelectuales valencianos más importantes de las últimas décadas y un autor bien conocido por todos los que tienen intereses filosóficos y culturales. Que me hayan dominado desde entonces esos pensamientos y que se hayan traducido en elaboraciones visuales de oposiciones universitarias y de compulsión a escribir, no es de extrañar. La primera vez que vi a Jacobo, él estaba sentado en un tribunal de oposiciones y tenía que examinarme.

La verdad es que en aquella ocasión Jacobo no solo me trató muy bien, sino que me apoyó en todos los ejercicios, de tal manera que el tribunal me otorgó el número uno de aquella promoción. Eso me permitió elegir la plaza vacante de València. Aquel no era un tribunal cualquiera.

Estaban allí Pedro Cerezo, Carlos París y Leonardo Polo, pesos pesados de la universidad española. Eran las primeras oposiciones de Filosofía que se convocaban en décadas, y nos presentamos muchos profesores de nuestra alma mater. Jacobo, que no olvidaba sus raíces valencianas, nos apoyó a todos. Recuerdo que tras las pruebas, que tuvieron lugar en octubre de 1982, en un Madrid excitado por la victoria del PSOE y la visita del papa Juan Pablo II, todos los candidatos valencianos que habíamos aprobado le ofrecimos una cena de gratitud.

Nos citó en un restaurante que se llamaba El buda feliz. Todavía recuerdo que, en una especie de altar amenizado por una fuente, se alzaba la estatua roja de un buda brillante sentado como un yoghi. Esa estatua se proyectaba extrañamente sobre nuestro grupo de comensales. Un espectador atento podía interpretar nuestra mesa como unos discípulos alrededor de un maestro mayor, cuyos rasgos no eran muy distantes de los de aquel buda sentado. Y en efecto, siempre he creído ver en Jacobo una mirada que, por sus ojos achinados y con grandes bolsas oculares, producía el efecto de una frialdad oriental.

En realidad no éramos sus discípulos. Pero Jacobo tenía una concepción política del mundo universitario y proyectaba una clara imantación sobre los más jóvenes. Poco antes, él había pasado de Barcelona a Madrid y aspiraba a transformar la estructura de la Filosofía española. Aquella cena mostraba el ascendente poderoso que tenía sobre los primeros jóvenes profesores que dejaban el tortuoso estatuto de PNN para pasar al de funcionarios del Estado. Todos sabíamos que se abría una nueva época. Aunque en aquella lucha por una nueva filosofía había generales más antiguos, como Lledó, Jacobo hacía los oficios de mariscal de campo. Su zona era la estrategia universitaria al servicio de una filosofía progresista. Cuando el viernes me dispuse a escribir sobre él, mi inconsciente produjo imágenes de oposiciones y, de la misma manera que su asalto a la Complutense no acabó en éxito, mi sueño se disolvía en una escena cervantina: el opositor daba media vuelta y se iba. La última escena invocaba una gran soledad.

Pero si Jacobo no realizó aquel sueño, con el tiempo generó una gran red de discípulos y amigos que es dominante en la filosofía española. Esto ha sido así porque Jacobo estuvo siempre atento a la juventud filosófica de toda España y por eso ha sido tan central en los últimos treinta años. Entre los discípulos directos y aquellos que, como los reunidos bajo aquel buda feliz, se hicieron amigos suyos, nadie ha sido más influyente. Como ya he dicho, Jacobo era un hombre político. Ese era su elemento demónico, en el sentido específico de su amado Georg Lukács, que reunía la teoría con la praxis. Ahí daba lo mejor de sí mismo, cuando dirigía un grupo en el que estaban seguras las relaciones de amistad. Entonces dejaba brillar su inteligencia agudísima sin las sombras de su ironía, a veces excesivamente mordaz. Esto es lo que explica que sus discípulos lo veneren y admiren y por eso su pérdida ha rozado las fibras completas del ser de todos ellos.

En su caso, la idea universitaria que defendía estaba al servicio de una idea de filosofía de larga trayectoria. Procedente del grupo de Manuel Sacristán, como en él su vinculación al marxismo era inseparable de su admiración por la cultura clásica alemana, desde Goethe y Heine a Thomas Mann. En realidad, su parecido intelectual, e incluso físico, se relacionaba con Georg Lukács y, como él, admiraba en secreto a Schopenhauer, el punto que lo vinculaba también a Horkheimer. Con todo, su línea de pensamiento fundamental lo llevaba a contener el asalto a la razón, algo con lo que simpatizo, y por eso nunca dejó de pensar en el nihilismo, que consideró el problema fundamental de nuestro tiempo. Su relación con Wittgenstein o con Popper estaba dirigida a esta empresa: salvar la razón de sus enemigos, la ideología y la palabrería, y reconciliarla con la ciencia.

Como es natural, ese homenaje a la razón era en él compatible con el reconocimiento de los valores estéticos, que él supo dotar de dimensión existencial. Como ya he dicho, su talante era clásico y frecuentó el espíritu de gravedad de la cultura centroeuropea del siglo XX. Su mundo literario era el de Thomas Mann, Broch y Musil y sin esfuerzo podría ser un personaje de Visconti. Por eso le gustaba recibir en su solariega casa de Biar, un escenario que estaba más a su altura que los despachos decrépitos de la UCM. Forjado en la poesía de Cernuda, a quien rindió un homenaje pionero en La caña gris, la revista que editó con Francisco Brines en los primeros 60, con el tiempo supo alejarse de los tonos amargos del exiliado y vivió sus años finales rodeado de amigos y discípulos a los que pudo transmitir su consigna positiva de «lucha, trabajo y amor». La consigna recoge los puntos centrales de lo que Freud entendía como salud mental, aunque desde luego Freud no era uno de sus autores más citados.

Como se ve, no es mi caso y por eso mi relación con él quizá necesite estar atravesada por Freud, quien nos avisó sobre las agudas ambivalencias que nos atraviesan. Pero hoy sólo trato de expresar mi respeto a su figura y ofrecerles mis condolencias a sus familiares, discípulos y amigos.