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El nuevo compromiso histórico

No se trata de reeditar el histórico compromiso italiano de los 70 entre la emocracia cristiana de Aldo Moro y el Partido Comunista de Enrico Berlinguer. Aunque quizá, frente al continuo despropósito y marco de confrontación actual de España no sería mala idea pensarlo.

El Estado italiano se tambaleaba por la crisis continuada de los partidos, la mafia, la corrupción y el terrorismo. El compromiso histórico fue un deber inexcusable entre unos líderes políticos que supieron estar a la altura de la historia de su país. Berlinguer murió de un derrame cerebral cuando hablaba desde la tribuna del parlamento. La suerte de Moro fue más cruel: asesinado por las Brigadas Rosas con la aparente laxitud de su propio partido.

Se me dirá que todo eso es historia y a nosotros qué. Pues mucho. En España, el último compromiso histórico que uno recuerda y conoce con profundidad fue el alcanzado en la Transición política entre la monarquía, los sectores aperturistas y reformistas del tardofranquismo y el Partido Comunista de España. Sin esos tres pilares, el tránsito de la dictadura a la democracia habría resultado un fracaso y la operación de la Constitución de 1978, un fiasco. Al Partido Comunista lo legaliza en Semana Santa Adolfo Suárez, sí, pero quien organiza esa operación es el rey Juan Carlos I desde el primer gobierno de la monarquía, todavía presidido por Carlos Arias Navarro, en 1975. Santiago Carrillo en París, Nicolae Ceaucescu en Rumanía y EE UU son decisivos en dar el visto bueno en unas dificilísimas negociaciones clandestinas de que es posible que el rey reconduzca el aperturismo hacia posiciones absolutamente democráticas y que legalizando al Partido Comunista esto iba a ser felizmente logrado. Así fue.

Hoy, cuarenta años más tarde, precisamos otro compromiso histórico. El de regenerar y reconducir la democracia española. Ni los actores ni las circunstancias históricas de nuestro presente tienen nada que ver con aquellos años iniciales de la democracia española, es cierto. Pero el agotamiento de asuntos de enjundia y envergadura para la nave del Estado son evidentes y ciertos.

La incapacidad de diálogo político de nuestros principales partidos parlamentarios es un desastre a todas luces visto. No me refiero, sólo, a la dificultad de alcanzar acuerdos meramente puntuales para aprobar unos PGE o estirar más o menos la duración de una legislatura o sacar beneficios esporádicos de los movimientos en los pasillos, despachos, cafeterías o restaurantes de alrededor del Congreso para logarlo. No, es algo mucho más hondo. Nuestra política, y sus protagonistas, carecen por completo de sentido del Estado; es decir, no parecen ni capaces ni dispuestos a tomarse en serio la responsabilidad de establecer una agenda común para los próximos veinte años en nuestro país sustentada en sus mínimos por todo el arco parlamentario con voluntad de intentar llevarla a cabo en lo que fuere posible.

Si se me pregunta por ese común denominador que debería sernos compartido para establecer unos verdaderos pactos de Estado, seré breve: educación, sanidad, justicia, pensiones públicas, regeneración democrática y, el más difícil todavía, puesta al día del Título VIII de nuestra Constitución con un decidido acuerdo por el modelo autonómico del Estado, su porvenir, su financiación, su estructuración y el cumplimiento pleno de los artículos 156, 157 y 158 de la Constitución, referidos a la suficiencia financiera de las comunidades autónomas. Si a ello añadimos la más que urgente reforma del Senado para cumplir su papel constitucional tras cuarenta años evitándolo por terror a los nacionalismos vascos y catalanes con el resultado hoy ya no ignorado por nadie, habremos dado un paso de gigante en la modernización real de nuestro país.

Ese es el compromiso histórico que precisamos en lo que se refiere a las políticas concretas o de Estado. Pero aún hay otro de enorme caldo y mayor importancia, en este caso social y pública: desterrar de nuestra vida en común lo que comienza a hacerla groseramente imposible y democráticamente escasa: el discurso del odio. Mucho más peligroso de lo que parece cuando se le relaciona sólo con la extrema derecha, la extrema izquierda o los populismos de la derecha o de la izquierda. Impregna todo el tejido social, supura como lo que es, el parásito preferido de los enemigos de la democracia militen estos donde quieran, justifiquen sus presuntas razones como gusten y traten de convencernos de lo imprescindible de su visión justa del mundo y el universo social, económico y político. La conversión del adversario en enemigo es inmensamente peligrosa. Y en España, me temo con infinita tristeza y escasa resignación que hoy estamos dando pasos de gigante para que esto sea el pan nuestro de cada día.

Urge un compromiso histórico de nuevo, sí, colectivo, sustentando en el respeto político y cívico de todos por la democracia y por su puesta al día. No por la huida hacia delante que supone la vuelta al cero histórico primigenio. Los problemas políticos por muy complejos y difíciles, incluso exasperante que se presenten, sólo se resuelven con más democracia y mejor política.

Quizá yo ya no alcance a ver esto en mi país. Pero lo juzgo urgente, necesario y perentóreo. Nos jugamos el futuro de España para años. Y aquí, señoras y señores, lo que urge es ir de la política a la política. De la ley a la ley ya fuimos y fue un éxito histórico. Convirtamos nuestro presente en la antesala de un futuro compartido, de nuevo, para todos los españoles.

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