Nadie cuestiona que la Universitat de València tiene historia y dimensiones como para atraer la mirada de todos y como para esperar de sus días la mejora de los nuestros. Siendo esto así, es verdaderamente llamativo que durante esta campaña electoral solo se haya registrado la presencia de propuestas vinculadas a los equipos que aspiran a gobernarla. Son muchas las entidades vinculadas a la sociedad civil y son muchos más los ciudadanos que se han formado en esta universidad o que han dedicado su vida a enseñar en sus aulas. Todos habrían podido plantear preguntas y hasta apuntar proyectos. Sin embargo, el silencio ha sido casi absoluto, la participación de titulados inexistente, aunque hayamos pasado por un período decisivo, pues en estos años se ha implantado la reforma asociada a la construcción del espacio europeo de educación superior.

¿El silencio de todos esos colectivos supone aceptación de los procesos llevados a cabo cuando, por otra parte, somos testigos de una huelga de profesores que se prolonga y afecta directamente a la organización y calidad de la enseñanza?¿Qué significado tiene ese silencio? ¿Es deseable colaborar a mantener ese silencio? Al menos, puedo dar respuesta a esta última pregunta: en modo alguno.

La Universitat de València posee una gran capacidad para explicar las circunstancias en las que opera y en las que, por ejemplo, ha llevado a cabo la implantación de nuevas titulaciones y de una nueva organización de la docencia. Ahora bien, esa capacidad no la ha empleado en trasladar a la sociedad sus problemas ni para solicitar de la sociedad una verdadera participación. Esa forma de fagocitar sus propios problemas empobrece a la universidad, enmascara ante la sociedad la actividad de otras instituciones y otorga una apariencia de tranquilidad institucional aunque se vivan los momentos más convulsos. ¿La participación de la sociedad no habría fortalecido las demandas universitarias en vez de favorecer la indefinición de un quehacer que parece muy próximo a la complacencia con el poder, cuyo alojamiento se favorece y, de paso, se reorganiza la imagen del maestro de ceremonias de turno? ¿No debemos tomar posición sobre la política universitaria que debe evaluarse de conformidad con la forma en que se establezca, potencie y aplique la garantía de calidad? Estas preguntas han de tener respuesta en el futuro inmediato. Así se operará una clara ruptura con formas de organización del pasado.

La instauración de una verdadera ósmosis entre la vida universitaria y la vida de los ciudadanos no solo es deseable, sino que es necesaria para vida de una institución como la Universitat de València a la que se serviría mejor con la crítica asistida de razones que con el halago a sus cuadros de gestión. La asistencia a exposiciones es necesaria, pero no suple la participación ciudadana en el análisis de los problemas universitarios. Siempre es preferible el ágora. No es la primera vez que al dar el sí a Bolonia he debido lamentar que la universidad no haya sacado fuera de sus claustros ni el proceso, ni las exigencias asociadas a su reforma. Al pretender ganar el futuro se adquieren profundos compromisos de cambio con la sociedad a la que se sirve.