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Abusones, no

Internet ha hecho viral un vídeo en el que un niño cuenta a cámara los insultos y menosprecios a los que le someten varios compañeros del colegio. Al chico la situación le causa dolor y rabia, pero me pregunto cuánto tiempo habrán tardado él y su familia en llegar a este extremo. El vídeo no es una denuncia sino una rebelión y lo que ese niño está pidiendo es respeto, para que ni él ni otros tengan que mendigar protección. La madre no ha agarrado el smartphone del bolso para tomarle testimonio por un «quítame de allá ese balón que ha sido fuera de juego o te vas enterar»; puedo leerle entre líneas su desespero. Existe algo más turbio, menos evidente, en la lágrima de un menor que siente esa clase de impotencia; hay una larga sensación de desamparo.

El protocolo para los supuestos casos de acoso escolar incide especialmente en el trabajo con la víctima, a quien se pide en primer lugar que puntúe el nivel de sufrimiento que percibe, con preguntas como si ha sentido en algún momento la necesidad de poner fin a su vida (¿cómo se sentiría usted si se viera en la circunstancia de creer que es necesario hacérsela a su hijo?). Se traslada la misma consulta a sus padres y en función del resultado se traza después la estrategia a seguir. Lo habitual es que se sugiera al niño acosado que elija cuáles de sus compañeros pueden apoyarle en el momento en el que se sienta vulnerado. Este enfoque es extremadamente necesario, porque el maltrato produce aislamiento y soledad, pero también se crece en el silencio de todos, y cuando es reiterado devora la autoestima de quien lo padece y causa mucha angustia a su familia, eso suponiendo que tengan la inmensa suerte de enterarse de lo que está sucediendo.

Sin embargo, este proceso sigue demasiadas cautelas por lo que respecta al presunto agresor o agresores, las mismas que no tiene reparo en obviar para el caso del agredido, que implícitamente tiene que admitir una fragilidad que no es suya sino del que le ataca y justificar la intensidad de su herida. Todos sabemos que quien necesita derribar la confianza de otros para sentirse fuerte tiene un problema de los chungos. Aún así, al igual que en la vida real, en ese pequeño clima que es el colegio sigue siendo incómodo ponerle luz y taquígrafos y lidiarlo con todas las partes implicadas; no es plato de buen gusto decirle a un padre o madre que su hijo anda provocando conflictos, pero tampoco lo es para el que tiene que explicarle al suyo día tras día que no se pega ni se desprecia mientras el niño ve que otros parecen tener vía libre para hacerlo y no hay consecuencias. El resultado, muchas veces, es una víctima que no quería serlo y un coro de abusones que no sabrán hacer otra cosa el día de mañana.

Mandamos a nuestros hijos a la escuela, entre otras cosas porque creemos que es posible aprender a convivir, incluso con aquellas situaciones que nos asustan a los adultos porque en su día no nos enseñaron a aceptarlas y resolverlas sin desplegar todo nuestro poderío chulesco. Puede que en otros tiempos la ley del más fuerte fuera la clave de la supervivencia en los patios, en las aulas, «así aprenderán que afuera el mundo es duro», se pensaba colectivamente para quitar hierro. Pero ese mundo no nace en Júpiter sino en esos patios y esas aulas, y quizás por eso así nos va el día de hoy, en que media humanidad se pasa la vida defendiéndose de la otra mitad que le hace la puñeta sistemáticamente.

Pegar es abuso, insultar es abuso, burlarse también lo es; hacer creer a alguien que no tiene el mismo derecho al respeto, a la amistad o a la empatía que los demás es intolerable y nadie puede callárselo porque si lo hace está contribuyendo a una causa muy oscura. Como padres nos corresponde entender eso y plantar cara, desde nuestro papel de educadores principales, con diálogo, con el ejemplo, porque es nuestro compromiso impedir que larve esa clase de odio, que no engorde ese círculo frecuentemente viciado con filtraciones que proceden de nuestras propias inseguridades adultas. Para empezar habría que procurar que cada cual acepte que hay una línea que no puede rebasar y que se dé un mensaje claro a quien infringe esos límites de que hacerlo conlleva consecuencias. Puede que de este modo nadie tuviera que andar mandando mensajes desesperados por las redes sociales para hacerse oír. Yo no quiero que mi hijo aprenda que eso es «lo normal». ¿Y usted?

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