Los demógrafos se sirven de un dibujo del principito de Antoine de Saint Exupéry para ilustra las consecuencias que acarreara el envejecimiento de la población: un elefante dentro de una boa, un enorme bulto que se desplaza en el interior de la serpiente a medida que la población va envejeciendo. Cuanto más se acerca la trompa del elefante a la cola de la boa más evidente resulta el problema político que plantea el envejecimiento de la población y la sostenibilidad en nuestros sistemas de previsión social.

En España el problema es más acuciante que en los países de nuestro entorno, porque somos una de las naciones más envejecidas de Europa, una de la que menos gasta en pensiones y uno de los países en que las cotizaciones a cargo de los empresarios son más elevadas. Estas circunstancias auguran que en los próximos años el gasto en previsión social se va a disparar y que ese incremento no podrá ser atendido con una subida paralela de las cotizaciones de la seguridad social, salvo que estemos dispuestos a dar el tiro de gracia a la competitividad de la economía española y a alentar la deslocalización de empresas.

Traducido en cifras sabemos que en 2012 en España aproximadamente un 25,5% del PIB va destinado a gastos sociales. Las pensiones absorbieron el 44,8% del gasto social, mientras que la sanidad representó el 32,9%. Para hacernos una idea de lo que esto representa quisiera subrayar que en la UE el gasto social se situó en el 28,6%, siendo Francia el país más avanzado (33,3%) y Letonia el más atrasado (14,2%). La parte que representaba las contribuciones públicas, un 43% del total fue mayor que la media europea (40,7%). En caso de las cotizaciones sociales (43,7% en 2012) fue también superior a la media europea (35,4%).

El actual sistema de previsión social es un sistema de reparto y no de capitalización, es decir, un sistema en los que trabajan ahora cuentan con que las generaciones futuras pagarán sus pensiones de la misma manera que ellos ahora pagan la de los jubilado actuales. Hasta hace unos años este sistema ha permitido pagar las pensiones de los jubilados e incluso a ayudar al Gobierno a absorber algunos baches financieros que nada tiene que ver con el sistema.

Los problemas empezaron cuando la tasa de fertilidad (hijos por mujer) empezó a caer, y la expectativa de vida empezó a subir. Su fiebre natalicia, muy alta en los años de la postguerra empieza a decrecer bruscamente en la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo hasta situarse por debajo de la tasa de remplazo generacional (2,1 hijos por mujer) a partir de 1981. España es hoy uno de los países con la tasa de fecundidad más baja del mundo -1,28 hijos por mujer- y no parece que la cosa vaya a mejorar. Como he recordado en otro artículo, nacen hoy menos españoles que a finales del siglo XVIII, en que la población era la cuarta parte de la actual, y menos que durante la Guerra Civil, con una población 45% inferior. Por el contrario, la esperanza de vida ha ido creciendo hasta situarse en los 83,3 años en las mujeres y 77,8 para los hombres en 2013, lo que quiere decir que se ha duplicado desde 1910, año en que Maura crea el Instituto de Previsión.

La concurrencia de estos dos factores determina que la pirámide de población se ha ido achatando y se achatará más. Eso quiere decir que si en 1976 había 5,17 personas en edad de trabajar por cada mayor de 65 años, en 2016 solo había 3,28 personas. La situación se volverá aún más delicada en el momento en que la generación del «babyboom» -los nacidos entre 1957 y 1977- comiencen a jubilarse. Si los gurús aciertan por una vez, en 2036 solo habrá 1,94 personas trabajando por cada pensionista. ¿Cómo lograr entonces que un número relativamente pequeño de trabajadores produzcan para sacar adelante a sus familias y, a su vez, sostener a gran cantidad de jubilados?

La respuesta a estos interrogantes parece muy simple: hacer que más gente trabaje, que lo haga durante más tiempo y sea lo más productiva posible. Pero si se escarba un poco más se observa que la respuesta es mucho más complicada y que es necesario tocar muchas más teclas para que la melodía resultante no haga chirriar los goznes de la sociedad. Y esas soluciones serán diferentes en función de la concepción del mundo y de la vida, de los valores y principios que cada uno defienda porque, como decía Ortega, las ideas se tienen, mientras que en los principios se está.

Los liberales «enragés» apuestan por la sustitución del modelo público de pensiones por un sistema de capitalización, en el que las aportaciones pagadas por los asalariados pasan a integrar un fondo que se utilizará para pagar las prestaciones futuras. La gestión del sistema se encomienda a empresas y las pensiones dependerán del mercado y de la destreza de las entidades que gestionan el sistema, por lo que no hay rendimientos pactados de antemano ni seguridad alguna del cobro de las prestaciones si las cosas se ponen feas, en síntesis, el funcionamiento de este sistema no es muy diferente al de un plan privado de pensiones. Como diría el refrán a quien Dios se la diere San Pedro se la bendiga.

Los partidarios de la economía social de mercado, apuestan por una solución diferente: ninguno de ellos se cuestiona el sistema público, pero difieren en cuanto a la forma de financiarlo. La batalla en Europa se libra entre los que siguen pensando que las pensiones de jubilación constituyen una categoría especial dentro de las prestaciones sociales y los que creen que no son sino uno más de los gastos a los que se destinan los recursos públicos, exactamente igual que los sueldos de los funcionarios, las inversiones en las carreteras, la educación y la sanidad.

Las consecuencias que se derivan por apostar por una u otra tesis son completamente diferentes. Los partidarios de la estanqueidad de las pensiones creen que a media que se ensancha la brecha entre cotizaciones y prestaciones el riesgo es mayor. La cosa no es de hoy. Ya en 1994, Pedro Solbes a la sazón, Ministro de Economía profetizaba la quiebra del sistema para 2020. «El Ministro ha levantado una bandada de palomas asustadas con dos tiros certeros en el coto de las pensiones: el sistema de reparto que rige la Seguridad Social Española desde Franco quebrará en el año 2020» (El País, 12 de marzo de 1994).

Por fortuna, los pitonisos que anuncian la quiebra de la Seguridad Social parten de una premisa falsa: la de que las cotizaciones de los asalariados deben financiar las prestaciones de los jubilados, y que cuando el equilibrio falla la única solución estriba en reducir las pensiones, subir las cuotas sociales o simplemente declarar la quiebra del sistema. Su predicción, como digo, es falsa, porque, reitero, las prestaciones sociales no son diferentes de las demás necesidades que tiene que cubrir el sector público. Basten dos ejemplos sencillos para demostrarlo: a nadie se le ocurriría pedir el cierre de universidades porque las tasas no alcanzan a cubrir sus gastos; a ninguno se le ocurriría dejar de construir carreteras por el mero hecho de que las aportaciones de los usuarios no fuesen suficientes.

Desmentido el mito de la estanqueidad no tiene sentido hablar de transferencia entre presupuestos generales y presupuestos de la Seguridad Social como si se tratase de dos entes diferentes y mucho menos de la ruptura del sistema. Los poderes públicos deben decidir qué nivel de recursos están dispuestos a destinar a pagar pensiones y esos recursos deben ser financiados por los presupuestos exactamente igual que otros gastos. Y aun así, si esto no bastara, los gobiernos tendrán que diseñar cuanto antes un paquete cualitativo de reformas radicales y profundas -políticas familiares activas, jubilaciones a la carta, IVA social- que permitan financiar y preservar el sistema de protección social, que es uno de los pocos signos de identidad de nuestro modelo social.