Tradicionalmente la universidad se ha asentado en dos figuras principales que le dan pleno sentido: los alumnos y el profesorado. Parece bastante obvio que si son los pilares del proceso académico, habría que cuidarlos con esmero. Pero desde hace ya bastantes años -y no solo desde la crisis de 2008- la figura del profesor se ha ido deteriorando progresivamente, hasta convertirse en un simple elemento más de un cada vez más complejo engranaje.

Los motivos de su deterioro son variados, pero convergen en el conocido proceso de pérdida de poder de la universidad pública en el contexto de una política neoliberal. Un aspecto a destacar es la elevada carga de gestión que se le ha ido asignando, tareas que antes o no existían -se han hecho más complejos muchos procesos a través de su digitalización, y no necesariamente más eficientes- o las realizaba el personal administrativo. Actualmente el trabajo de gestión, uniendo docencia e investigación, puede llegar a ocupar más del 50 % de su dedicación laboral, algo que no es en absoluto complatible con la calidad docente e investigadora.

Asimismo, carecen en gran medida de tiempos dilatados de formación, los llamados sabáticos, dedicados a estudiar y reciclarse, a la vez que a tomar distancia de la continuidad docente, que en muchos casos puede generar síndromes de burn out. Y no olvidemos la progresiva complejidad de los procesos de acreditación y de valoración de méritos, que obligan a adecuar los currículos a una tipología de méritos que no siempre concuerdan con lo que parece adecuado hacer. Una vez más, largas horas para rellenar plataformas informáticas con todo tipo de datos, sin los cuales los méritos no valen nada. En la Universitat Politècnica de València, por ejemplo, si escribes un libro o un capítulo de libro y bajo tu nombre no aparece en valenciano el nombre la universidad, esa aportación no se cuenta, da igual que efectivamente el libro haya sido publicado. Así están las cosas. Por supuesto, hay un ejército de revisores, entiendo que pagados con dinero público, que se dedican a ver si todos los datos están correctamente introducidos, justificados, validados.

No son buenos tiempos para el profesorado universitario, que va creciendo en edad y cansancio y está siendo sustituido por asociados precarios, que andan de huelga, precisamente. La figura del asociado se entiende que es un profesional de reconocido prestigio que imparte unas horas en la universidad, sin ser su trabajo principal. Pero en realidad se trata de jóvenes egresados que por algo más de 400 euros al mes, y ante la ausencia de un verdadero programa de incorporación progresiva a la universidad, han de escoger esta cuestionable vía de acceso.