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Del tiempo y el espacio

He leído hace poco que un equipo de científicos se ha adentrado en el selecto universo de los millonarios para estudiar cómo varía la felicidad de las personas en función del origen de su dinero. Parece ser que no solo resultan más dichosos (ya lo sospechábamos) quienes más tienen, sino que el binomio riqueza-felicidad es progresivo: más dinerito, más sonrisas. Quienes más bienes poseen son felicísimos de largo, y quienes tienen bastante parecen ser bastante felices.

Hasta ahí todo parece obvio, pero en el corazón de los ricos también se valora el esfuerzo, de modo que se ha podido demostrar que quienes han amasado una fortuna por méritos propios son notablemente más dichosos que a quienes le vino por su casa. Entonces resulta que el dinero da la felicidad solo cuando te lo ganas. Menos mal.

La norma moral de nuestra sociedad tiende a enseñarnos que los billetes no importan, y es verdad que las mejores cosas de la vida pueden ser gratis, pero hay que saber disfrutarlas. Otra cosa distinta es la tranquilidad que brinda saber que no tendrás problemas para costear la luz en una buena temporada, cuando la mayoría andamos en el filo de hacer sumas y restas para saber si podremos pagar la factura en el mes que corre.

Los estudios sobre este particular son diversos: también hay otros que afirman que las personas altas ganan más dinero que las de corta estatura, de modo que habría que plantearse si nacemos predestinados (por lo que cuentan, Rockefeller medía metro ochenta, sí señor).

Dicen estas investigaciones que, en general, las personas más altas suelen tener mayores ingresos (y, por tanto, una mejor educación), de modo que tienden a vivir más e incluso a ser más dominantes y optimistas.

Cierto es que los ingresos del hogar marcan nuestro bienestar emocional y si son elevados otorgan mayor tranquilidad y estabilidad. Y cuanto más tenemos, lo queremos todo de mayor tamaño: casa grande, coche grande?

Me pregunto si nos hemos planteado que lo que verdad nos hace felices es tener tiempo, más que disponer espacio. Y para ello no hace falta ser rico, sino administrarse mejor la agenda; aunque en esto, como en todo, cada uno sabe lo que más le conviene, porque no se pueden hacer recetas de la felicidad a gusto de la colectividad.

Ya lo dijo Stanley Kubrick en su tercera película, Atraco perfecto: «La individualidad es como un monstruo que debe ser estrangulado en la cuna para que los que te rodean se sientan cómodos». Convengamos entonces, como le gusta a la mayoría, que el dinero no da la felicidad.

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