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Cinco años en el Vaticano

Si la historia del catolicismo se mide por siglos, una legislatura papal se acerca más a los cinco años que a los cuatro

Si la historia del catolicismo se mide por siglos, una legislatura papal se acerca más a los cinco años que a los cuatro. Francisco cumple su primer lustro, decidido a marcar su impronta en una Iglesia que, dejando de lado la metafísica, sufre una acelerada descomposición sociológica perfectamente constatable en cifras. Al menos en Europa y en Hispanoamérica. El papa cumple su primera legislatura como consecuencia de un acto revolucionario: el extraño gesto profético del último papa europeo, que decidió renunciar antes de que hubiera llegado su hora -es decir, antes de fallecer-, en contra de lo que dicta la tradición. Benedicto XVI, el teólogo alemán que amaba los matices intelectuales, la exégesis erudita y la liturgia tridentina, se retiraba urgido por la fidelidad a su propia conciencia. Al contrario que su predecesor, Juan Pablo II, sospecho que Joseph Ratzinger siempre supo que el futuro inmediato del catolicismo era la irrelevancia social. Así, al menos, lo dejó escrito en la década de los sesenta, cuando afirmó que el cristianismo perduraría sólo de forma minoritaria, como una levadura para los siglos venideros. De ahí, que su obsesión -al contrario que Juan Pablo II y Francisco- fuese fundamentar una hermenéutica de la continuidad que permitiese preservar una cierta cohesión en el seno de la Iglesia, frente a la tentación de la ruptura y de la tabula rasa. Planteó la guerra cultural, consciente del valor de las ideas para moldear la sociedad; pero lo hizo más pensando en su propia grey y en promover un determinado debate social que como un acto de propaganda al servicio de una ideología del conflicto. Benedicto XVI no era moderno, pero sí sofisticado; Francisco es moderno, pero no sofisticado.

Por supuesto, la modernidad bergogliana no responde a los criterios habituales según los que la Ilustración liberal ha definido el progreso en Europa. De hecho, desde esa perspectiva, Francisco sería un papa ligeramente "oscurantista" al poner en duda los enormes avances que se han producido en estos dos últimos siglos en cuanto a los estándares de vida globales. No se trata de un oscurantismo reaccionario, pero sí de raíz emocional, que no puede desligarse de la experiencia fallida del siglo XX en Hispanoamérica. De la documentada biografía que Austen Ivereigh escribió de Bergoglio, se deduce con claridad el marco peronista de su pensamiento político, que no es lo mismo que afirmar -como hacen algunos de sus detractores- que Francisco sea peronista. Hablo de una sentimentalidad y de un lenguaje que resultan más comprensibles si asumimos el contexto argentino que desde los referentes intelectuales que han sustentado la evolución política europea. Así, nos movemos de la Iglesia doctrinal a un catolicismo emocional, que pone su énfasis más en los buenos sentimientos que en un cúmulo histórico de dogmas y tradiciones; un desplazamiento que no es ajeno al aliento político presente en nuestra época.

Si los primeros cinco años de Francisco se han caracterizado por su evidente popularidad, las tensiones acumuladas en el interior de la curia -y el invierno demográfico eclesial- anuncian un segundo periodo más complejo: el malestar latente entre los cardenales más conservadores por la recepción de la Amoris Laetitia, las acusaciones de corrupción -no probadas- hacia algunos de sus colaboradores más estrechos, las dificultades que afronta la reforma de la Iglesia y el eventual cisma del catolicismo chino que se siente traicionado por el Vaticano; todo ello marca un calendario plagado de minas, que tampoco se puede desvincular del próximo Sínodo para la Amazonia, del cual se espera algún indicio que flexibilice el celibato sacerdotal. Los gestos proféticos suelen tener consecuencias. El de Benedicto XVI no ha sido una excepción.

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