Todos hemos podido escuchar y contemplar el uso partidista nauseabundo que se ha hecho del sufrimiento de los padres de las víctimas en el debate sobre la pena de prisión permanente revisable. Aunque algunos padres hayan sido entusiastas participantes y firmes partidarios de su vigencia, su dolor no ha añadido racionalidad al debate, porque en toda discusión sobre lo que es conveniente en general y para todos las emociones enturbian el juicio. Y hablo de los padres en general, cuando debería destacar la entereza ejemplar de Patricia, la madre de Gabriel, con sus palabras socialmente reparadoras ante la pérdida irreparable de su hijo. El sentido o la finalidad de las penas ha cambiado a lo largo de la historia, incluso es evidente que las finalidades pueden superponerse y ser varias. En las sociedades avanzadas, con todo, el sentido prioritario (no el único) de la pena es la reinserción del delincuente, principio que debemos defender frente a los fracasos que puedan darse y frente a la tentación del escepticismo vengativo. No deberíamos olvidar que la justicia no surge de la venganza, sino contra ella. Cuando la derecha política y sociológica de este país argumenta con el dolor de los padres y en la ocasión de un crimen que a todos nos ha conmovido, parece olvidar que la pena que ellos defienden está vigente y que nada, sin embargo, ha impedido. Parece paradójico que la defiendan con mayor entusiasmo cuando fracasa en lo que no se puede triunfar, cuando sucede lo que, según su argumento en defensa de la ley, no podría suceder.

Podría ser que alguien odiara a los fontaneros, pero no es frecuente, y quizá sea excepcional, que los fontaneros odien a los fontaneros o que no haya nada peor para un fontanero que la fontanería. Digo esto porque resulta curioso el odio que algunos políticos le tienen a la política, tal parece que, conociéndose de un modo que los demás desconocemos, no se les ocurra nada peor que su actividad. Así, si uno escucha a la derecha política y sociológica de este país, le sorprenderá que descalifiquen una huelga o una manifestación por ser políticas, o bien que pidan que no se politice una cuestión. Digo, por ejemplo, del feminismo y sus reivindicaciones y de las pensiones: cuestiones evidentemente políticas, puesto que afectan al bien común, al deber ser y a las decisiones. ¿Qué pretenden? Supongo que en la estela dejada por Franco, que aconsejaba no meterse en política, hacernos creer que hay cuestiones que o no tienen otra solución que el Dios dirá, o que sólo la tienen técnica, es decir, que no puede ser otra que la que ellos dicen, y eso les convierte en administradores apolíticos de lo que hay. Construido ese sentido común, no tienen más que dejarse llevar y elegirles ininterrumpidamente.