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Ingenuos, que no tontos

De pronto hay un hombre de pie en un rincón de la plaza, a plena luz del día, que vocifera una sarta de improperios entre gruesas bocanadas de oxígeno, mientras eleva el puño o incluso el brazo entero como si fuera un resorte que activara su ira. Dispara esputos de saliva y al hacerlo babea toda la rabia, frustración e ignorancia de las que parece ser capaz. Algunas personas lo miran desde la distancia. Otros pasan haciéndose los distraídos, con la mirada puesta deliberadamente en cualquier cosa, como si fuera posible no perturbarse. Hay quien, incómodo, aprieta el paso y quien se aleja sacudiendo la cabeza para si mismo, como toda muestra de desaprobación. Unos jóvenes lo graban en sus smartphone, presos de la excitación. Nadie se decide a intervenir. Nadie atiende al contenido de su mensaje, ni mucho menos se lo toma en serio.

En su otra mano, el hombre sujeta entre las garras de sus dedos una vieja bolsa de plástico con el logotipo de un supermercado. A pocos centímetros, sus escasas pertenencias se amontonan sobre un carrito de la compra, como un conglomerado ajado y maloliente de objetos que perdieron su identidad hace tiempo. Cuando él adelanta su cuerpo, su envergadura gigante y tensa se contrae ferozmente y una bandada de palomas se dispersa desordenadamente por el aire.

La escena es grotesca y de una agresividad inusitada en un espacio público. Algunos dirían que les parece violenta y en efecto lo es, puesto que ese individuo actúa con ímpetu, fuera del modo natural de proceder en un contexto social normalizado. Su imprevisibilidad y la proximidad de esa pulsión furibunda generan rechazo, porque a los demás les asusta sentir que no pueden controlar hasta qué punto su propia integridad está comprometida, que no es exactamente lo mismo que no sentirse a salvo. Sin embargo, frente a esta clase de amenaza ridícula muchos reaccionan separándose de la acción, o sancionándola desde lejos y sin implicarse o, finalmente, reduciéndola al absurdo. Son mecanismos para distraer la inquietud de un fenómeno, el de la violencia, que siempre ha formado parte de nuestra historia.

Pese a que cada época ha desarrollado sus propios modos de reaccionar a esta lacra y de contenerla, a día de hoy seguimos sin conducirnos demasiado bien ante ella. Tal vez se deba a que nos sigue costando, en muchos casos, identificar sus fronteras. Una cosa es la violencia a lo grande -la de las diversas tiranías que perviven en el mundo, o la de las guerras, que solo se globalizan a efectos de perjuicio económico, pero cuyas trincheras siempre quedan extramuros de Occidente- o las exhibiciones de brutalidad que siempre suceden en otra parte y que demasiado a menudo asimilamos como un mal endémico de esos entornos, como si una región, un país o un continente entero estuvieran genéticamente predispuestos a determinadas atrocidades -es el caso de los feminicidios en México o los secuestros de mujeres nigerianas a manos de Boko Haram. Esas son barbaridades tan explícitas que no hay discusión posible sobre su naturaleza. Y luego están las pequeñas violencias cotidianas, silenciosas y domésticas, que hollan la autoestima, doblegan voluntades y, a la sordina, matan la libertad y las oportunidades.

No digo que, en general, no mostremos sensibilidad hacia los estragos genocidas en otros lugares del planeta, pero la fotografía de un cadáver entre las ruinas de Alepo no genera aquí la misma clase de indignación que la de otro en plena ciudad de Barcelona. Y sin embargo, en el primer caso asumimos instantáneamente que la crueldad es congénita en una sociedad que está inmersa en un conflicto de armas, mientras que en el segundo consideramos que la muerte ha irrumpido de un modo antinatural en una comunidad que vivía sin considerar esa amenaza. La violencia ejercida dentro de nuestros confines nos causa más pudor y su proximidad nos moviliza en tanto que es la constatación de que todos somos víctimas potenciales. Excepto cuando no somos conscientes de ella.

Parece que en determinados discursos, o en los gestos, se ha difuminado por completo la línea divisoria entre lo razonable y lo vehemente, y aquí el atropello se mueve ante nuestras narices con un aplomo de alucine. Hagan repaso mental, si no, de los acontecimientos en nuestro país, el mismo que alardea de unidad frente al terrorismo, otra de las violencias evidentes. Hoy volvemos a estar listos para saltarle a la nuez al primero que cometa un error o que discrepe o defienda otras lógicas, pero sigue larvando un miedo atroz, profundo, a dialogar, a conocer las razones del otro y a tomar decisiones sobre esa base en lugar de tergiversar el sistema. Y el miedo engendra violencia, aunque no haya muertos para visibilizarla.

Por otra parte, sustituya usted al hombre de la plaza por cualquier otro ciudadano con base social y cierto ascendente en un entorno -mejor aún si tiene alguna representatividad política o institucional- y piense cuántas personas en ese caso ya no pasarán de largo, pero deberían hacerlo si no perciben sensatez en sus gestos. Sé que reflexiones como esta le pueden parecer de un simplismo insoportable, cuando no tremendamente ingenuas. Ése, en realidad, es el problema.

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