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Sin fuegos artificiales

Si tuviera que morirme mañana podría hacerlo tranquila. No es que quiera morirme, ni mucho menos. Aún me considero joven y aprendiz de muchas cosas que me interesan.

Pero recuerdo con claridad el día que comencé a practicar yoga. Ese día pasé de ser una mujer vulnerable a sentir mi fortaleza interior que era mucha, aunque no lo sabía.

En aquellos días, andaba yo en un mundo incierto, de casting en casting con la lengua fuera, y me sentía cuestionada y estresada hasta la médula.

Esperaba que sonara el teléfono a ver si me ofrecían algún papel, y las horas y días pasaban, y la casa se me hacía insoportable. Y si finalmente el teléfono sonaba lo hacía para llevarme por algún derrotero del que tarde o temprano terminaba arrepintiéndome.

Una tarde no aguanté más y tuve la tremenda suerte de llamar a la puerta adecuada.

Nadie me la recomendó. Fue pura casualidad. Me la encontré gracias a un anuncio de la calle.

Una pequeña mujer más bien gruesa, de cabello rubio rizado y vestida de blanco, me abrió la puerta. Fue amable y cariñosa.

Nada más verla me pareció auténtica porque no iba de nada en especial. Ni siquiera se había cambiado el nombre como suelen hacer muchos profesores para dar una imagen más interesante, o internacional. Me puse en sus manos.

Nunca olvidaré esa primera lección de sencillez y humildad que bajo mi punto de vista fue su mejor y más potente enseñanza.

Ella me decía, y yo misma pude comprobarlo más tarde: Al yoga hay quitarle todos los fuegos artificiales. ¡Cuánta razón tenía!

Por eso soy más bien escéptica y desconfío de los vendedores de humo que en el mundo del yoga están por todas partes.

Mi profesora dominaba bien las distintas posturas o Asanas yóguicas, el Pranayama (ejercicios respiratorios), las Kriyas (ejercicios de limpieza), que no dejan de ser más que metáforas de la vida misma. Me enseñó todo lo que sabía en un pequeño salón de su casa, en Madrid. Iniciarme con ella fue un descanso.

La primera vez en mi vida logré relajarme de verdad, lloré de emoción. Yo pensaba que la armadura me venía de serie y era irrompible. Por eso cuando logré quitármela fue muy liberador. Tanto fue así que decidí que yo también quería poder causar ese mismo efecto en los demás. Y por ello seguí sus enseñanzas y finalmente me hice profesora.

Practicar Yoga, y me atrevería a decir que cualquier disciplina físico-artística, es una forma de mover la energía y evitar que esta se estanque.

La salud tiene una parte congénita que heredamos y no depende de nosotros, y otra que es el resultado de nuestras acciones. Ahí sí podemos y debemos incidir.

Pero para ello hay que fortalecer la mente.

La solidez mental ayuda a encontrar el equilibrio dentro de cualquier circunstancia.

El yoga afecta a los tres cuerpos; el físico, el emocional y el sutil o espiritual y por ello es una filosofía de vida tan completa. Porque parte del cuerpo físico aunque en última instancia se pretenda movilizar lo invisible; la energía vital, el Prana.

Practicar yoga nos ayuda pero no nos asegura nada. En caso de enfermedad, lo primero es hacer caso a los médicos. El Yoga suele ser compatible con casi todos los tratamientos aunque siempre bajo supervisión médica.

La vida es lucha y el yoga sólo es una preparación para la batalla. No es la solución, es un camino. No es el único. Hay muchos.

Yo lo elegí como camino de autoconocimiento porque desde el principio te enseña a no juzgarte ni juzgar a los demás, y a que no debes compararte ni competir con nadie, ni siquiera contigo mismo.

Por todo ello uno se relaja y logra mantener a raya al temido estrés, fuente de tantas y tantas dolencias. El yoga y el arte, a su vez, me dieron la oportunidad de conocer a gente entrañable de la que aprendí muchísimas cosas. Por ello, si tuviera que morirme mañana, podría hacerlo tranquila.

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