Tú y tú, conmigo a mi despacho; el Bando deja claro que no puede haber reuniones de más de tres personas». El Bando golpista, este sí. La madrugada del 23 al 24 de febrero de 1981, cuando no todos acudieron a la convocatoria de Alcaldía y una unidad militar rezagada amenazaba desde calle vecina. La solución de Enrique disolvió la gravedad del momento, distendió los rostros.

Superviviente, desde La Yesa, cuna familiar y refugio, a el Carme menestral, en la vecindad del Mercat como tantos de sus paisanos coetáneos. Cinta métrica amarilla al hombro de Rafa, hermano también desaparecido, contabilidades al alcance de sus clientes, trabajo infatigable, incardinado en Moro Zeit, la Bolsería, el meollo de la ciudad como el que nos legó en sus escritos Blasco Ibañez, otro descendiente de la montaña.

Anduvimos juntos los cambios, de la ciudad y de sus gentes. De sus fiestas, las Fallas o el Corpus, la Feria de Julio, Expojove como novedad. Se agolpan recuerdos con la zarpa cruel de la desaparición. La falla municipal de 1987, condenado el Ayuntamiento a las llamas. Su gestación laboriosa: a punto estuvimos de sucumbir a un violento temporal camino de Dénia, con Carles al volante, cuando convencimos, sin mucho esfuerzo hay que decir, a Manuel Vicent que escribiera el guión-llibret, que ilustrara las figuraciones de Sento Llobell, los ninots y el cadafal de Manuel Martin, las vestimentas de Francis Montesinos. Un ejemplo de creatividad, de sarcasmo fallero respecto a la Institución y de conjunción de creadores para regocijo de todos.

Enrique transitaba con desparpajo entre sables, sotanas, con la misma alegría que entre blusas o zaragüelles. Su barrio original propiciaba estas promiscuidades, su buen talante y hacer hacían el resto con obispo, general, presidente de falla o festero enardecido. Los conocía a todos, a todos trataba. Delegué en él la presidencia de la Junta Central Fallera, un organismo oxidado herencia de un pasado demasiado presente. Se rodeó de gentes eficientes, vinculadas a la fiesta. Citaré a riesgo de olvidos. Jesús y Pere Maroto, Evaristo Garcia, Rogelio Domínguez, Emilio Victoria, y tantos otros indiscutibles para un colectivo que algunos quisieron manipular, encerrar en el polvo una historia liberticida. Supo además rodearse de colaboradores no solo entrañables para quien suscribe sino servidores públicos incansables, profesionales capacitados alguno de los cuales también nos abandonó como su impagable escudero Vicente Gimeno, y otros que tras enormes y continuados esfuerzos mantienen el recuerdo, la lealtad a la institución, y al amigo.

«Voy a Valencia, almuerzo con el concejal del Gasto, invito yo, vuelvo a Madrid y me preguntan, ¿has cobrado? Pues no, pero vuelvo satisfecho». Así me abordó un alta directivo de una gran empresa a la que el Ayuntamiento adeudaba cantidades respetables. Otra de las virtudes de Enrique, trato afable, cercano, dúctil, capaz, eficiente.

No contento con tantas dedicaciones aún se ocupó, con otro amigo desaparecido, Vicente Blasco Infante, del turismo y la ciudad, alumbrando una institución que con sus avatares ha contribuido y contribuye a la eficiencia de un sector económico y social en la ciudad.

En estas horas aciagas, la ausencia de la vitalidad, de la capacidad de mi amigo se hace más amarga, menos llevadera. Aportar soluciones en lugar de problemas es virtud poco frecuente entre servidores públicos. Los más, acomodaticios, suelen elevar a otro las dificultades. Tengo testimonios en todos los lugares de responsabilidad que me ha sido dado ocupar. Real fue siempre de los primeros, la solución antecedía a la exposición del problema, nunca rechazó enfrentarse a la realidad por áspera que fuera.

Con la discreción de Carola, la felicidad de Elena, de su nieta Mónica, deja una estela de amigos y amigas que siempre agregaran un destello de vida, la que ahora nos ha abandonado.

Ocioso, por público, aclarar el compromiso de Real con la democracia, el valencianismo enraizado, y el socialismo. Tres señas de identidad que mantuvo desde el entrañable local de actividad familiar junto a las calles icónicas de un barrio que asiste, atónito, a las amenazas y resiste, como mi amigo.

Nos queda ejemplo, y la memoria que nadie puede arrebatarnos y viaja con nosotros. A mí, diez años inolvidables de objetivos compartidos, de amistad permanente. Estas atropelladas palabras, atravesadas por la emoción, constituyen un mínimo homenaje a la vida y obra de Enrique Real.