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La industria catalana

A estas alturas de la película -con políticos electos encerrados en las cárceles, con gente sublevada en las calles y con la imagen de la España democrática en serio riesgo de desprestigio internacional- nadie duda de que las relaciones con Cataluña son el principal problema de este país. Ante una avería de estas proporciones, lo lógico sería que una sociedad hiciera sonar la voz de alarma y que reuniera a sus hijos más inteligentes para que iniciaran de inmediato los trabajos de reparación de daños, con el fin de tender puentes y de recuperar la normalidad institucional cuanto antes. Por sorprendente que parezca, nadie parece tener el más mínimo interés en parar esta carrera hacia el desastre y lo que es peor, una legión de cargos públicos, de jueces, de líderes de opinión y de diputados de todos los colores trabajan cada día justo en la dirección contraria; o lo que es lo mismo, en hacer cosas para que la situación empeore, para que el problema se complique y para que con "un poco de suerte" lleguemos a un punto de no retorno en el que sólo serán posibles las salidas altamente traumáticas.

Descartando la posibilidad de que todos los dirigentes españoles y catalanes se hayan vuelto estúpidos de forma simultánea, sólo hay una explicación para esta conducta suicida: a los dos lados de la frontera del conflicto, hay importantes grupos de políticos a los que les conviene que el problema catalán crezca y se prolongue en el tiempo hasta enquistarse como un asunto eterno en el debate público. El problema catalán se ha convertido en la primera industria política del país. La derecha española ha encontrado un filón para dejar en evidencia a una izquierda que se muestra desesperadamente inútil a la hora de ofrecer un mensaje propio y creíble sobre el tema. Partidos como Ciudadanos han pasado de la nada al infinito subidos a lomos del caballo del más rancio anticatalanismo, mientras el PP es capaz de conservar amplias perspectivas de poder a pesar del pestazo de la corrupción que lo impregna y de sus destructivas políticas sociales que han llevado a medio país a la miseria. En el otro lado, el independentismo catalán ha conseguido convertir en héroes nacionales a la generación de políticos más mediocre de la historia reciente de un país que siempre dio líderes de talla, logrando de paso que sus reivindicaciones de independencia estén omnipresentes en los informativos de todo el mundo. No hay en estos profesionales de la épica ni un gramo de grandeza; para esta cofradía de oprimidos con sueldo y coche oficial, el mantenimiento de la tensión permanente con España se ha convertido en el único método posible de supervivencia política y se aferran a él como a un clavo ardiendo, conscientes de que el final de este follón supondrá también el final de sus carreras personales.

Ante este atasco, ya hay quien aboga por las soluciones milagrosas. Dicen que Mariano Rajoy confía seriamente en la opción marciana; nuestro hierático presidente lleva casi dos legislaturas actuando como si esperara a que una nave alienígena aterrizase en Cataluña para llevarse a alguna galaxia lejana a los dos millones y pico de votantes que son partidarios de la independencia, aplicando el viejo refrán castellano de muerto el perro se acabó la rabia. Dado que este prodigio interestelar parece poco probable, habrá que apelar a soluciones más prosaicas; o sea a sentarse en torno a una mesa, a negociar y a hacer política. No se puede esperar nada positivo de los políticos que han hecho de esta catástrofe un cómodo ecosistema en el que medrar durante años. Ha llegado la hora de los equidistantes. Este denostado colectivo, que ha recibido los más feroces insultos de los dos bandos, es el único que está cualificado para buscar una salida airosa y para impedir que este país se abrase en el problema catalán y que acabe tirando a la basura el legado de concordia, prosperidad y prestigio que con tantos esfuerzos se logró con la Transición democrática.

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