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La mutilación genital femenina

"Es una niña". Ese anuncio tras un nacimiento provoca a diario el llanto de miles de parturientas de países africanos y asiáticos, fundamentalmente de religión musulmana, que saben perfectamente que han traído al mudo a un ser "de segunda". Si nacer hombre aún supone, no nos engañemos, una importante ventaja en los estados occidentales, en otras zonas del planeta sigue siendo el único pasaporte hacia una vida más o menos "normal". La lucha por la igualdad de derechos entre varones y hembras, que el pasado día 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, quedó más de relieve que nunca con las movilizaciones masivas secundadas en España, es una utopía en lugares como Egipto, donde el 87 por ciento de las niñas y mujeres de entre 15 y 49 años han sido sometidas al cruel proceso de ablación genital, según una encuesta realizada en 2016 por el Fondo para la Infancia de Estados Unidos. Las niñas deben ser mutiladas para poder casarse y llevar una vida "digna". Oponerse a la práctica se sigue considerando inútil en una sociedad en la que el hombre marca las pautas del comportamiento sexual (y del resto de comportamientos); de forma paradójica, ayudado y apoyado desde hace siglos, por otras mujeres que a pesar de haber sufrido esa violencia en su propia carne, aceptan de forma sumisa la fatalidad. El concepto se las trae. Va estrechamente ligado al Islam que tiene entre sus seis pilares la creencia en un destino escrito para cada persona, conocido por Alá desde el principio.

Por el contrario, el cristianismo sostiene que Dios ha hecho a la persona libre, con plena capacidad de obrar, y por tanto, responsable de sus actos. Pues bien, ese destino fatal ha sido y sigue siendo una poderosa arma para mantener a raya a la mujer y perpetuar la sumisión femenina incluso en sociedades donde los escasos avances sociales, chocan con un notable desarrollo económico. La prueba es que en Arabia Saudí, hasta el pasado mes de septiembre, ellas no podían conducir. Aunque, entre otras cosas, aún no pueden abrir una cuenta bancaria sin permiso de su "guardián", entrar en un cementerio o trabajar en espacios compartidos con hombres, el avance, propiciado por el rey Salman bin Abdelaziz, ha sido notable. Las mujeres a las que les cortan sus órganos genitales con cuchillas de afeitar, sin ningún tipo de higiene ni anestesia, no piden tanto. Se conformarían con evitar infecciones que las llevan a la muerte o a una esterilidad de por vida; sin olvidar las profundas molestias físicas que surgen en la vida diaria. Al dolor del cuerpo se une un profundo pesar que nace de haber sido vejadas y heridas en lo más íntimo. Egipto también es un buen ejemplo de lo mucho que cuesta cambiar las pautas. La ablación genital femenina fue prohibida en 2008 y penada por ley en 2016. Da igual. Tal vez en El Cairo las cosas sean diferentes, pero en los núcleos rurales parece casi imposible erradicar siglos de una costumbre cuyos defensores comparan a la circuncisión masculina que practican judíos y musulmanes, a pesar de que sus consecuencias y propósitos no sean comparables ni de lejos. El hombre no pierde ningún tipo de funcionalidad sexual, esa circuncisión es una reafirmación de la hombría. La mujer debe rebajar una feminidad considerada algo "sucio" e "impuro".

El peligro de estas prácticas inhumanas y antinaturales también acecha a España y al resto de Europa a través de la llegada de inmigrantes. En 2005 la UE adoptó medidas legislativas para hacer frente a una situación que va en contra del derecho a la integridad personal física y mental, reconocido en los ordenamientos jurídicos como un derecho fundamental. Cada año alrededor de 180.000 mujeres emigradas al viejo continente son sometidas o corren el riesgo de padecer mutilación genital. Muchas familias envían a las niñas a sus países de origen para sufrir el sádico rito, sancionado sobre el papel por varios convenios internacionales. Qué nadie se engañe. El peligro está a la vuelta de la esquina. La lucha por la igualdad debe transformarse también en un grito rotundo contra una vergonzosa indignidad.

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