Ella creía que al otro lado de la ventana adonde llegaba el mar, la mar, con sus furias y cansancios, se extendían los jardines iluminados por la luz fúnebre de las estrellas heridas de muerte en las guerreras de los capitanes escipiones que sembraban de sal y convertían en Cartago todas las tierras; y también que al llamado pozo del plenilunio se arrojaban a prisioneras y presos a quienes se les cortaban las manos y les quebraban las rótulas; y los sayones tiraban allí a cautivas con los senos arrancados y lenguas de vírgenes acuchilladas por las vergas de los soldados borrachos que peleaban por las bolsas de sus amos; y a niñas tullidas y canijas y a niños cojos y gibosos, porque nadie quiso librarlos y darles vida a cambio de un puñado de denarios, con los que se pagaba una sobredosis de nicotina. Y no ignoraba la macabra historia de los bebés que perecieron en un ataque fatal de virus y bacterias, porque la pietas o piedad o amor o caridad, que eran ternura y cariño, habían sido sepultadas en un agujero pútrido; y las aguas de los ríos eran ajenjo y sangre las de los mares, aunque los turistas de floja cartera brincasen en la orilla de las playas sucias, bajo los fulgores del verano, saltando alegres las olas amargas que gritaban su canción de marineros ahogados, de naufragios provocados, del martirio de las orcas, de las sirenas acalladas, de los ojancos que agonizaban en arenales inmundos.

Odiaba con furor los plenilunios que enloquecían a los hijos de la Loba "Capitalista" y a todos los luperinos que bebían sangre humana caliente, cuando lucía la luna llena, la rechoncha Selene, que la apenaba por ser una fantasmal embarcación, barca de plata y dorada naveta e incensario de los muertos. Y sabía que en esas noches que hacían suspirar a los enamorados que aprendieron a amarse en fotonovelas rosadas y en las sesiones de cine de la parroquia, las luces lunares eran el fuego fatuo de los difuntos disimulados en fosas, osarios sobre los que se plantaban siniestros eucaliptos y crecía la fantasmal cicuta; y le constaba que esos huesos y calaveras eran de rebeldes y proscritos cuya carne trituraban los mercenarios para hacer hamburguesas que cenaban los huérfanos de los hospicios.

Entonces se estremeció pensando que esa luna entera que blanqueaba los tejados ponía tiernos a quienes sopeaban, a la luz del televisor, sólida y nutricia divinidad, dios universal y doméstico, entronizado en las embrutecedoras salas de estar de la burguesía. Luego se dijo que el plenilunio letal conmovía a esos ciudadanos que creían que la paz era lo contrario de la guerra y no dudarían en ir al bosque a acarrear la leña para alimentar las llamas de la hoguera donde ardiesen los vendedores de alfombras, de pulseras, y perecieran quemados vivos los mercaderes de ajorcas y sándalo que levantaban en las calles sus tiendas del aire, y atizarían también el fuego con el fin de quemar a los juglares que tocaban la flauta en las plazas y a los hijos de Malabar bendita, nómadas que se asfixiaban intramuros de pueblas y ciudades, llegados de tras los montes, de mucho más allá de adonde alcanzaba la voz del pregonero.

Y pensó que esas gentes que se creían buenas y honradas eran deprimentes como un orfanato o un matadero o los ojos de los peces muertos en la pescadería entre el hielo; más deprimentes que la oficina de una funeraria, que el patio de una cárcel e igual de pavorosas que el fulgor de los plenilunios que emocionaba a las recién casadas mientras se quitaban sus blancos vestidos de boda ante el espejo de la madrastra de Blancanieves.

Las lunas -pensó- solo iluminaban los sacrificios cruentos de las víctimas eternas, desangradas en los altares de los dólmenes y de los templos desde que el oso era caudillo y sumo sacerdote en los bosques de Europa hasta aquel mismo instante cuando los torturados, humillados, despojados, enjaulados en cárceles siniestras y escupidos, continuaban poniendo su grito de rabia y dolor en el cielo. Muchos eran llorados por novias, como aquella normanda de Caen, Marie France, dulce y pacífica, que se tiró al mar para suicidarse ahogada en una playa de Calvados, e irse con su amor argelino, acusado de terrorista y asesinado en una prisión francesa.

Su recuerdo siempre la llevaba a Ana Ruiz, madre de un magno poeta, Antonio Machado, y muerta a su lado, en Colliure, de desamor y de pena. "No soy profeta, sino serrana y vaqueira" -murmuró como Balbi su niñera-. Y le constaba que los vates mugían como vacas rojas y locas, igual que orates, ansiosos por comer laureles, y que los príncipes de la República de las Letras tenían un cerviguillo carnoso que las babilonias les cosquilleaban con sus uñas de gatas brujas. Los padres putativos de la Literatura eran unos facistoles sobre los que descansaba la vieja hojarasca otoñal de los libros cocidos en sus cacúmenes secos. Esos ancianos severos, que no habían cumplido el medio siglo, peroraban igual que los que el glorioso veronés odiaba, porque se escandalizaban de que su creatividad llegara al exceso de incluir personajes extraños y animales en su cuadro de "La última cena" y tener el atrevimiento de retocar el argumento de la historia, a la que debió cambiarle el nombre y titularla "Cena en casa de Leví". Y aquellos asnos sacaban la palmeta de los castigos amenazando con ponerles orejas de burras a escritoras que juzgaban impertinentes y atrevidas. Tales longevos caducos, en la flor de la edad, no conseguirían jamás un ardiente floruit de admiración. Pero escupían exabruptos, esputos y anatemas contra el compromiso y el riesgo, mientras se oía el clamor de los gritos de los muertos: "Pueblo mío, los hijos de Babel se han comido España y cuando soportas afrentas y humillaciones, echas basura a nuestros cadáveres. Pueblo mío, no vuelvas tus ojos, no cierres tus oídos ni ensucies a los luchadores asesinados, desaparecidos en la noche y, si te pisan en Chiapas, chilla en Jaén; llora en Asturias cuando te golpeen en Polonia y muerde en Jericó la mano que te golpea en Nueva York. Pueblo mío, que te maldigan las nuevas generaciones si sigues arrastrado como la culebra. Odio tu mansurronería y pacifismo de topo cobarde. Tus palabras son cascarria. Aborrezco tus pies, que te llevan al amo para mendigarle tú, tú, dueño de la verdad que subvierte y revoluciona, pues solo en tus labios no se pudrían "libertad, amor, futuro". Pero creíste a las sirenas y sus cantos te durmieron como un lebrel a la orilla de la falda de su ama. Pueblo mío, con el enemigo no se discute, se le destruye. Sigues cobardemente adormilado, pues consientes la verdad terrible de que en los zocos y mercados valgan hoy tu sudor y la fuerza de tu cuerpo menos que un puñado de mandrágoras y que se planee que la gente de la clase trabajadora, obrera de la minería, sea desahuciada y se quede sin casa, sin suelo ni techo".

Corrió a lavarse la cara empapada de lágrimas. Lloraba rebosante de dolor, como aquella lejana noche de plenilunio cuando era una quinceañera y su amor primero de dieciséis años le dijo: "Eres muy complicada. Me asustas. Me desconciertas. No puedo seguir contigo. Pero jamás te olvidaré ni dejaré de quererte". Ella lo recordaba con ternura, pero no con amor, porque otro llenaba su vida.