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Presupuestos expansivos

El PP quiere recuperar punch electoral con la oferta de unos presupuestos expansivos que presagian el final de la austeridad. Bruselas cuenta, pero los sondeos demoscópicos cuentan aún más. Se ha firmado un acuerdo aceptable para los funcionarios que sumará una subida del 8 % en tres años, una ligera rebaja fiscal centrada en las rentas más bajas -el mínimo exento se eleva hasta los 14.000 euros- y se ha incrementado la exención en el IRPF para los jubilados que ingresen hasta 18.000 euros. Se eleva el permiso de paternidad de cuatro a cinco semanas y se avanza en la equiparación salarial de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado con las policías autonómicas (una curiosa consecuencia del procés). Se incluye un bono juvenil de 430 euros destinado a los jóvenes con contratos de formación y se amplía el cálculo de las pensiones de viudedad. La medida estrella -por inesperada- es el aumento de las pensiones mínimas muy por encima de lo previsto -entre un 3 % y un 1 % para las más bajas-, lo que supone recuperar el poder adquisitivo perdido. Tras pactar con Cs, los populares se aprestan a negociar con el PNV, cuya deriva nacionalista se ha acentuado en estos últimos meses. No en vano, también Urkullu siente la presión que le plantea Bildu y la dificultad que le supone la aplicación del artículo 155 a la hora de cerrar una alianza con el gobierno. Pero Rajoy aspira a poner mucho dinero sobre la mesa, el suficiente como para evitar el veto peneuvista. El año pasado lo consiguió -y no resultó precisamente barato-; quizás este año también lo logre. Es la ventaja de contar con los vientos de la economía a favor. Los guiños electorales, sin embargo, salen caros: la siembra de hoy no siempre es el pan de mañana.

De hecho, los presupuestos expansivos de 2018 buscan también moderar el malestar en las calles y cauterizar las fracturas sociales que se han abierto. Tony Judt observó, ya hace años, que las nuevas oleadas de crecimiento económico no garantizaban una mejora objetiva en las condiciones de vida de la ciudadanía. No, al menos, en los sectores más frágiles de la sociedad. No, para muchos trabajadores. Durante la primera ola, el acceso a crédito permitió enmascarar esa estagnación de la prosperidad general, aunque a su vez abonó las dificultades posteriores. A medida que la deuda fue creciendo, el Estado del bienestar entró en crisis y se evidenció la falta de empleo de calidad. Tanto la globalización como el uso intensivo de la tecnología hicieron el resto, mientras se dibujaba una nueva geografía de la riqueza.

Decir adiós a la austeridad supone reconocer que las necesidades concretas del Estado son muchas, aunque difícilmente asumibles sin una batería de reformas que optimicen su eficacia y aseguren su viabilidad. Los populares se lanzan al gasto preelectoral buscando restañar las heridas abiertas en sus principales nichos de voto y a la espera de no tener que convocar elecciones antes de lo previsto. Pero la pregunta crucial consiste en plantearse si estos presupuestos ponen las bases de un crecimiento futuro: ¿sanean las cuentas públicas? ¿Impulsan la educación, la industria, la tecnología y la investigación? ¿Dotan de mayor flexibilidad competitiva al país? ¿Mejoran sus infraestructuras? ¿Moderan la inflación? ¿Dan respuesta al desafío de la desigualdad? ¿Son sostenibles? Engarzados en la pelea política, lo urgente se confunde con lo necesario. Sin reformas dolorosas, cuando se produzca el cambio de ciclo económico, la situación general de España volverá a complicarse.

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