Un capitán azul como Nemo o un correo Strogoff ciego al galope sobre la nieve. Los dos fueron, junto a Ulises, los patrones del héroe en los que convertirme en la infancia de mis aventuras. Libre, solo, la caligrafía de la identidad a través de la lectura y su influjo en las palabras, en el lenguaje que te enseña a vivir entre la mirada y las imágenes, las ideas y las cosas, en la frontera entre tus pasos y tus deseos. Muchas noches, frente a mi cama, en las sombras de la imaginación sobre la pared de mi sueño, aquellos personajes con mi yo de fondo cruzaron la profundidad de un océano, y el ancho cielo interminable sobre 5.500 kilómetros siberianos. El príncipe indio huía de los naufragios de la guerra a bordo de una biblioteca de 12 mil libros de ciencia, de moral y de literatura en multitud de lenguas. El ruso cabalgaba con una carta en el pecho con la que evitar que la traición de los tártaros tomase la ciudad de Irkutsk. En secreto, como sus sentimientos y la razón de sus viajes, los iba acompañando hasta que el susurro de la luz, de perfil casi alfil desde la ventana, terminaba rindiéndome la imaginación. Ser un héroe no es una empresa fácil. Cansan las exigencias del coraje y del corazón, la fuerza y la constancia a través de los peligros y los contratiempos que te conducen más allá de ti mismo. Es necesario cerrar los ojos y escurrirse del todo hacia el fondo de esas dos narcóticas horas en las que toda la energía se ocupa de recargar nuestras baterías: los riñones limpian la sangre, los órganos se desintoxican, las células son reemplazadas, las heridas se curan, los recuerdos se consolidan. Strogoff y Nemo esperándote en la orilla a la que regresas con los ojos abiertos y ávidos. Sus voces en la tuya emergiendo a veces si en la ascensión desde el vientre perfecto del sueño se encendían un instante las cuerdas vocales, los músculos y la boca materializando las palabras que suceden dentro de la aventura onírica que no cesaba su viaje.

Es lo que tienen las historias de Verne. Se te quedan dentro y contigo crecen. Sucede con los primeros ídolos impresos en los que uno se refleja curioso, decidido a convertirse al menos en uno de los hijos del Capitán Grant. Otro tronco de las novelas geográficas del escritor del que todos, como dijo Ray Bradbury, de un modo o de otro somos herederos. Una metáfora relacionada con su literatura de anticipación en el tiempo, entre la fabulación y el rigor documental de los avances científicos, porque si lo fuese en la realidad de un árbol de genealogía sucesoria hace tiempo que hubiese reclamado el globo terráqueo sobre el que imaginaba los itinerarios de sus personajes. El mapamundi de 1881 con sus más de ochenta mundos, y en el que permanece la huella del trazo a mano de los viajes que relató en sus libros. Los mismos que ayer reencontraba en la parte más alta de mi biblioteca, que no es de palisandro negro con incrustaciones de cobre como la suya. Tampoco mis volúmenes responden, igual que aquellos, a la propuesta de Proudhon: «La libertad es la madre del orden», esencia del anarquismo positivo que él procesaba y por tanto Nemo, el capitán con rostro de James Mason y de Omar Shariff, por el que siempre albergué el deseo de que alguna vez volviese, igual que ahora al tener abierto su océano entre mis manos, para dejarme formar parte del Nautilius. Cuánto Verne en lo alto de mi camarote de libros custodiándome como brújula polar la navegación por los vértigos de la imaginación y la senda de los abismos de la realidad. El centro de la Tierra; la ingrávida piel desértica de lava galáctica y rotas estrellas blancas; el pasado y el futuro de una isla o de cualquier territorio de naturaleza enigmática. A contra reloj de la aventura subido en un globo, a bordo de un submarino o de una nave espacial, descritos con precisión y echados al monte y a la luna de la literatura en una época en la que la gente y los héroes sólo montaban a caballo o en trenes con penacho de humo. Una obra en casa y la obligación de salvaguardar los enseres de su borrasca de polvo me ha devuelto por unos instantes a la infancia recuperada, qué hermoso libro de Fernando Savater, en la que Verne se soñó a sí mismo y a cada uno de nosotros con el nombre de Phileas Fogg.

Se cumplen 190 años del nacimiento de este gran contador de historias en Nantes, el puerto del que partían y al que arribaban destinos exóticos con nombre de barcos. La Coralie se llamaba el que tenía su rumbo en las Indias y en cuyo puente quiso enrolarse a los 11 años para conquistarle el corazón a su prima con un collar de coral. No tuvo suerte entonces el contemporáneo de Tolstoi y de Dickens, al que admiraba tanto, considerados escritores muy por encima del autor de peripecias fantasiosas para la juventud. Existe, aunque no siempre ni en el momento oportuno, la justicia literaria y a Verne se le adjudicó un lugar de honor en ese gabinete de clásicos que es la prestigiosa Biblioteca de la Pléiade fundada por Jacques Schiffrin en 1931 y que tiene a Hugues Pradier como su último director. No sólo por su asombroso poder de predicción -el alumbrado eléctrico de Paris, los helicópteros, los cohetes espaciales, la máquina de fax y hasta las imágenes en movimiento antes de que los hermanos Lumière creasen el cine- si no también por su hipnótico lenguaje narrativo y la creación de un fabuloso universo cargado de pedagogía, ciencia y exploración de las posibilidades de la imaginación que confieren a su literatura un carácter iniciático. De hecho, sus novelas respondieron en su momento a un perfecto plan educativo diseñado por su editor, el sansimoniano Jules Hetzel, destinado a despertar el interés por la ciencia, divulgar los conocimientos de la misma y formar a los dirigentes de la sociedad del futuro. No se equivocaron ni su editor al promover sus Viajes Extraordinarios ni Alejandro Dumas que lo impulsó de joven a escribir nómada desde una biblioteca y una mesa en la que iba dibujando el mapa de La isla misteriosa conforme la iba escribiendo. El almirante Richard Byrd dijo que si no hubiese sido por Verne no habría ido nunca al Polo Sur, en 1925. También Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio en 1961 a bordo de la Vostok 1, declaró que no habría decidido ser astronauta si no lo hubiese leído.

No tiene hoy Verne ese mismo valor pero sus más de doscientos cincuenta textos, entre novelas, cuentos, ensayos, artículos y libros geográficos, continúan siendo un importante tesoro literario. Una parte del mismo pude disfrutarlo en la exposición que le dedicó la Fundación Telefónica en 2015 recreando su gabinete y mostrando los libros del militar Julio Cervera sobre la Expedición Río de Oro, o las treinta fotografías de Walter Evans acerca de los lugares recorrido en tiempo de Fogg. Cuánto ajuar mitómano entre el que escoger, igual que si del mejor diamante se tratase, las páginas manuscritas de Miguel Strogoff o De la tierra a la luna, y que él dividía verticalmente en dos hemisferios: el izquierdo donde iba desenvolviendo la historia con letra menuda y apretada, y el derecho plagado de anotaciones y correcciones del original.

Volver a Verne. Que inesperado regalo que me ha hecho pensar si una historia nace de imaginar de pronto un fogonazo, de la revelación de una metáfora o si de sentarse a moldear la realidad igual que una arcilla que revela el hallazgo en el que puede convertirse. Si la clave es la fluidez del lenguaje hacia la historia o si reside en la fluidez de la historia armándose a través de un lenguaje espontáneo. Hay lecturas que te tatúan, te mantienen niño y te incitan a seguir frente a una pantalla en blanco conjurando las tierras desconocidas de la escritura y su expedición.