La detención de Carles Puigdemont en Alemania en aplicación de la euroorden dictada por el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, ha traído el definitivo descabezamiento del procés, movimiento político de corte independentista con el que una nueva generación de políticos surgidos de la antigua Convergència y de grupos de izquierda radical pretendió hacerse con el poder de la Generelitat de Catalunya para, una vez instalados en él, dinamitar sus bases legales y convertir a Cataluña en un Estado independiente. La huida de Puigdemont y de sus colaboradores hay que enmarcarla en un desesperado intento por evitar la acción de la justicia mediante el desprestigio de la democracia española, intento que no ha tenido ningún respaldo en Europa. Decir que España, Estado miembro de la Unión Europea, no respeta los principios básicos democráticos y legales que forman parte del acervo comunitario formaba parte del delirio político del secesionismo catalán que no fue capaz de parar el bucle en el que se había metido.

Ha sido el secesionismo unilateral una revolución a la contra, es decir, un proceso dirigido por las élites catalanas después de treinta años de bienestar gracias a un sistema electoral cuya pretensión fue integrar a los partidos políticos con representación únicamente autonómica. Puigdemont ha sido el último eslabón de una cadena que se fue tensando a pesar de los intentos de los sucesivos Gobiernos centrales por reconducir la situación a un ámbito de diálogo y concordia.

Son dos los principales motivos del giro independentista de dio Artur Mas, presidente de la Generalitat de Catalunya entre 2010 y 2016. En primer lugar, para tratar de ocultar los gravísimos casos de corrupción que han llevado a las instituciones catalanas al abismo. La derecha catalana franquista convertida en demócrata con la llegada de la democracia siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: aprovecharse de los humildes en beneficio propio. En segundo lugar, para ocultar una crisis económica producto de políticas liberales pasadas por el tamiz del nacionalismo que ha colocado a servicios básicos como la sanidad pública al borde del desastre.

Con independencia de la desastrosa e irritante actitud que durante años tuvo el Partido Popular hacia Cataluña, y que sirvió al desafío independentista como acicate, el gran error de los dirigentes del independentismo fue creer que sus acciones no tendrían consecuencias. Crecidos en un ambiente que no les puso límites, pensaron que sus delirios antidemocráticos serían un paso más de un sistema que les había permitdo tener un elevado nivel de vida. Si a esto le sumamos un profundo desconocimiento de la importancia que la Constitución Española tuvo para nuestro país como elemento que superase por primera vez lo que Ortega y Gasset denominó la España invertebrada, el conflicto estaba servido.

Se ha demostrado también que la posición intermedia que tuvo el PSC en varias legislaturas caminando en tierra de nadie, es decir, siendo un partido de matiz nacionalista integrado en un Estado, sirvió de muro de contención para que el independentismo nunca fuera más del 20 % de los votantes catalanes. Un lugar que el partido En Comú Podem no ha sabido rellenar.