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El Estado, noqueado

El Gobierno alcanza su máximo punto de debilidad en años, el lugar donde querían verle los nacionalistas. Y solo la generosidad de Ciudadanos y del PSOE pueden salvar a este Estado que anda grogui, noqueado.

No ha empezado nada bien la Resurrección para Mariano Rajoy. Y no por el avinagrado episodio entre miembros de la familia real, infanta incluida, a la salida de misa en Palma. El presidente del Gobierno y del PP paseará hoy por la convención de su partido en Sevilla sin presupuestos generales, con las encuestas disparatadas a favor de la mano dura con cara de ángel de Ciudadanos y con su amazona ganadora por Madrid acorralada por una idiotez académica muy fea. Pero con todo y con eso, el peor revés para Rajoy ha venido de Alemania -y un poco también de Bélgica y Suiza-, con la excarcelación del héroe nacional catalán, Carles Puigdemont.

El rechazo de un magistrado del pequeño lander de Schleswig-Holstein a imputar a Puigdemont por un delito de rebelión con violencia, estaba cantado. La estrategia constitucionalista de dejar en manos de la justicia el descabezamiento del movimiento independentista ha llegado a su fin. Estaba cogida por los pelos. Ni el ordenamiento jurídico español, ni ningún otro de cualquier país de la Unión Europea, imaginaba un movimiento de insumisión política de la magnitud del que pusieron en marcha los soberanistas catalanes a través de vías parlamentarias. Enjuiciar a la pseudodemocracia catalana era inviable, la rebelión con violencia se sustancia en el imaginario con un generalote subido a un tanque. Y aquí se han cuidado muy mucho de evitar imágenes mediáticas de ese tenor.

Lo más parecido a esta situación hay que rastrearlo en las declaraciones de independencia que se produjeron en Europa impulsadas por la fuerza militar del nacionalsocialismo alemán -Ucrania, Croacia, Eslovaquia€ de corta duración entonces-, o la secesión de siete estados sureños de la Unión americana a la que se adhirieron otros cuatro para proclamar un nuevo estado que entró en guerra por ello -y la perdió-. Pero también hay que recuperar los dos antecedentes fallidos del propio nacionalismo catalán, el de Francesc Macià en 1931 y el de Lluís Companys en el 36, proclamando una independencia que resultó, así mismo, de cartón piedra y duración efímera. Ni los redactores de la Constitución ni los legisladores del Código Penal lo recordaron, mucho menos lo preveyeron.

La película catalana actual es original en términos históricos: la mayoría parlamentaria simple de una asamblea territorial sin capacidad soberana decide proclamar su independencia de forma unilateral y medio en serio, medio en broma. Seguidamente, el mecanismo jurídico establecido para anular las extralimitaciones de los poderes autonómicos, es decir, las sentencias del Tribunal Constitucional, fueron desoídas. Por último, un artículo de la Constitución, el ya célebre 155, tuvo una implantación asumida por todos los contendientes. Estaba previsto que la repetición de las elecciones o, en su defecto, la presión judicial, terminarían con la asonada. Han sido insuficientes y, de momento, la película no ha terminado: muta hacia serie con infinidad de capítulos.

Atrapado por su carácter contemporizador y por su minoría parlamentaria, Rajoy no ha dado más pasos en el pulso contra los nacionalistas catalanes. Estos últimos solo han mostrado debilidad con el acatamiento del 155, por lo demás han respondido con envites a cada jugada gubernamental. Puigdemont y la facción más osada del nuevo partido surgido de las cenizas del pujolismo han apostado claramente a dejar el conflicto abierto, a hundir las naves de un Estado español que, por contra, ha medido todos sus movimientos tras el empastre del referéndum: Ni terceras elecciones, ni intervención de TV3, ni respuesta a la inmersión lingüística€ España no ha querido provocar más tensión. Los nacionalistas, en cambio, han agudizado las contradicciones internas de la Constitución.

La insensatez de la situación alcanza registros demenciales. Hay rebeldes en prisión cerca ya de medio año, otros huidos y al pez gordo únicamente se le podrá juzgar por un delito menor. El juez Llanera se quiere revolver contra la decisión alemana; otro error. A tal atasco penal se une, en paralelo, que todos los encausados mantienen sus derechos políticos intactos hasta que no exista una condena firme que los inhabilite. España, tan marcada por el sainete como expresión del carácter propio, se reboza en una trapisonda política: los diputados son acusados por delitos que conllevan más de dos décadas de prisión, muchos de ellos quedan encarcelados de modo preventivo y chupando barrotes sin piedad, pero todos ellos pueden presentarse a unas elecciones, participar en mítines online, salir elegidos, ser votados como presidenciables y hasta delegar el voto si fuera necesario. Un sin sentido.

Rajoy y su cohorte de abogados del Estado, todo un gabinete de opositores, no han actuado mientras el Parlament de la Ciutadella aprobaba leyes y normas anticonstitucionales para desconectarse del Estado español, creyendo que con el marco legal existente bastaría para detener la insurgencia. Era evidente que con los delitos menores -sedición, malversación, desacato€- el recorrido penal contra los nacionalistas hubiera sido más fácil, y aun más si, como intuyó Felipe González, en vez de la humillante cárcel se hubiera optado por tramitar con urgencia normas electorales para limitar la actividad política de quienes optaron por quebrar las reglas del juego, como ya ocurrió en su día con el abertzalismo vasco. Ahora, el Gobierno alcanza su máximo punto de debilidad en años, el lugar donde querían verle los nacionalistas. Y solo la generosidad de Ciudadanos y del PSOE pueden salvar a este Estado que anda grogui, noqueado.

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