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Malas noticias para la UE

Se equivocaron los analistas. Pese a la alta participación en las elecciones húngaras del domingo -la mayor desde 2002-, el ultranacionalista xenófobo Orbán se ha impuesto con casi el 50% del voto y, con toda probabilidad, obtendrá además los dos tercios de escaños que le permitirán endurecer su régimen. No es una buena noticia para la UE, porque Hungría es punta de lanza del polo nacionalista que porfía en tocar su propia partitura. Un bloque díscolo de países excomunistas, el Grupo de Visegrado, en el que forma junto a Polonia, Chequia y Eslovaquia. Orbán, un ultraconservador que se publicita como paladín de las esencias cristianas, tiene sólidas raí- ces: su victoria del domingo es la tercera consecutiva desde 2010 pero, como ya gobernara de 1998 a 2002, va por el cuarto mandato. Montado a lomos de una "democracia no liberal" que podría tildarse de "autocracia blanda" -control de la justicia, bloqueo asociativo de la sociedad civil-, Orbán ha basado su triunfo en un rechazo frontal a inmigrantes y refugiados. Los califica de "invasores", los trató con la mayor dureza en las oleadas de 2015 y 2016 y ha rematado su edificio xenófobo revistiendo las fronteras de alambradas eléctricas. Su otra baza ganadora ha sido la economía: un crecimiento del 4,4% y un paro del 3,8%, aunque basado en buena parte en mísero empleo público de mantenimiento de infraestructuras. No es extraño, pues, que Bruselas reciba su triunfo con un recordatorio de que los socios de la UE han de respetar los principios comunitarios. Con todo, sería útil que tanto Bruselas como el adormecido tándem reformador galo-alemán atendieran a una de las advertencia con las que ha festejado su continuidad: "La UE no está en Bruselas sino en Berlín, en Budapest, en Praga y en Bucarest". Idea que, ampliada a todas las capitales, debería iluminar futuras reformas. Aunque, hasta ahora, no se atisbe el brillo de esa luz.

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