Aunque a veces lo parezca, la universidad no es un mercado. Como con el caso del supuestamente falso máster de Cristina Cifuentes. Para que salga de dudas la gente no vinculada a la universidad, cabría hacer algunas precisiones: las actas, gestionadas ya con procesos informáticos, están archivadas en unidades protegidas con claves de acceso, y no puede acceder a ellas personal ajeno a la Secretaría o Dirección del centro. Y por supuesto «no se destruyen con el tiempo», como afirmó la susodicha Cifuentes en respuesta a un periodista. Por otra parte, una profesora ha afirmado taxativamente que han falsificado su firma. El director del máster dice que le pidieron «reconstruirla», pero las actas no se pueden reconstruir, solo falsificar, porque para modificar un acta hace falta hacer una diligencia que queda informáticamente registrada, y solo lo puede hacer el secretario de un tribunal o el profesor que ha impartido una asignatura. Falsificar un documento oficial es un hecho delictivo, por cierto.

Por lo demás es bien sencillo: basta con que los profesores del máster digan si la tuvieron o no de alumna, y los miembros del tribunal digan si hubo o no sesión pública de defensa. Todo parece indicar que no, y que poca gente da la cara en esa universidad de tan regio nombre, que ya ha tenido escándalos en otras ocasiones, a nivel de rector, por cierto. Una universidad pública, recordémoslo, que debería ser modélica en gestión y calidad docente. Pero no siempre es así. A ese respecto, sorprende lo estricta que se muesta la Administración de este país con los procesos de acreditación de títulos y profesorado a través de la Aneca, y la absoluta ausencia de una fiscalización externa a la universidad respecto a este tipo de problemas, pues la única fiscalización cotidana es la relativa al gasto, que entiendo yo no es lo único que importa en la universidad.

Todo esto no es ajeno a la progresiva degradación de la universidad entendida como servicio a la sociedad y principal institución de la educación pública, y la tendencia a su reconversión hacia un modelo de mercado, donde cada vez más se asumen las prioridades y las líneas de investigación financiadas por la empresa, ante la ausencia de recursos propios o estatales. Por lo demás, la autonomía universitaria, tan importante para el buen ejercicio de la docencia, debe, para legitimarse, ser profundamente cuidadosa con la calidad y control de sus procesos de titulación. ¿Imaginamos lo que sucedería si anduvieran regalando o vendiendo también títulos de médico, de arquitecto€? No, la universidad no debe convertirse en un mercado, aunque se encuentre permanentemente asediada por él y por algunos personajes amorales que deberían ser expulsados de la misma.