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El arte de pedir perdón

He perdido la cuenta de las veces en que el padre de Faceboock ha pedido disculpas por fallos en su red social. Más que prueba-error, lo de Mark Zuckerberg es una concatenación de disculpas por cagadas de un calibre tal que la última, entre otros males, han contribuido a instalar en la Casa Blanca a una bomba de relojería como Donald Trump. «Fue un error mío y lo siento», ha dicho ante el Senado de EE UU sin que nadie a estas alturas esté en disposición de afirmar que va a poner los medios necesarios para que no haya más coladeros por los que a corto o medio plazo vuelva de nuevo a pedir perdón.

Algo parecido sucede con quien fuera la mano derecha de Francisco Camps cuando el PP lo era todo en esta comunidad. El exsecretario del partido, Ricardo Costa, comenzó pidiendo disculpas ante el tribunal que le está juzgando por jugar sucio para llenar las arcas de la formación conservadora y ha continuado haciéndolo ante la comisión del Congreso que investiga presuntas irregularidades en la financiación del PP. En ambos foros no sólo ha admitido la existencia de prácticas ilegales, sino que además se ha disculpado por no denunciarlas. Un gesto que hay que valorar en su justa medida por lo inusual, pero sin que los árboles nos impidan ver el bosque. No deja de ser significativo que ambas entonaciones del mea culpa se hayan producido cuando las anomalías ya eran públicas y notorias, no antes. Un comportamiento digno de elogio sin matices habría sido que nos hubiéramos enterado por el propio Zuckerberg de la fuga de datos o que Costa hubiese hecho ese ejercicio de arrepentimiento antes de que los empresarios que pagaban y los cabecillas de la trama Gürtel que cobraban lo hubieran admitido. Porque pedir perdón es un arte, pero un arte que tiene sus tiempos.

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