Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Yo es otro y viceversa

Tal vez Canetti estuviese en lo cierto al afirmar que hay que defenderse de lo que somos aunque sin destruirlo

El título, tomado en su primera parte de un poeta, pretende sugerir el contrapunto a esa pulsión, antigua y generalizada, por crear fronteras y subrayar diferencias que mayormente han creado muchos más problemas y enfrentamientos de los que han evitado. Barreras y desencuentros entre sexos, razas, capacidades económicas, religiones, idiomas o ideologías, consiguiendo que esa aldea global de la que se habla lo sea únicamente para un mejor acomodo del gran capital.

Somos gracias a los demás, resultado de interacciones múltiples, muchas veces remedos parcelares y, sin embargo, persiste en el tiempo la obsesiva tendencia a marcar distancias. Cierto que la unanimidad en los análisis podría ser resultado del acriticismo por superficial y carente de matices, pero las taifas en la convivencia, con fundamentos por lo general más que cuestionables, no hacen sino condenar a algunos en beneficio de otros, reemplazando los puentes por simas de odio, rencor y hegemonía para empezar por la discriminación, la de género, en paralelo con la pobreza o el color de piel.

Que las mujeres han sido tradicionalmente vetadas en sus derechos y condenadas históricamente a la subalternidad, por decirlo en palabras de Gramsci, es sobradamente conocido, aunque tal vez sea oportuno recordar algunas de las sinrazones esgrimidas desde la antigüedad. Eran maestras del mal para Eurípides, producto de una malformación en los varones y carentes de alma (Aristóteles), nacidas del barro y prohibida para ellas la enseñanza (Pablo de Tarso). Siglos después, los judíos les prohibían el estudio de la Torah, su testimonio valía la mitad para los musulmanes o, en el cristianismo y hasta hace pocos siglos, sus elecciones pasaban por ser casadas, monjas, brujas o rameras; no convenía acercarse a ellas sin látigo (Nietzsche), su naturaleza era la de criadas (Céline) y esa sucesión de vergonzosos marchamos se ha mantenido como bien sabemos hasta nuestros días, negándoles en este país y hasta 1910 el acceso a la universidad, el derecho a voto hasta 1931 o considerándose la violencia de género como una modalidad de relación heterosexual.

No obstante, como sabemos, las humillaciones y pisoteos a ese 52% de la población mundial no son el único ejemplo de unas diferencias que, a más de deshonrar a los autores, ponen en solfa justicia, equidad e incluso el sentido común, pareciendo que la exaltación de lo propio -muchas veces con la complicidad de los poderes públicos- sea el camino hacia ese bien común permanentemente pospuesto. Ahí tenemos la ofensiva distribución de la riqueza y su acumulo en pocas manos, las políticas de segregación frente a los inmigrantes o las vacuidades esgrimidas frente a otras lesivas diferencias, poniendo reiteradamente de manifiesto no sólo que la realidad se ofrece en perspectivas individuales y al gusto de cada cual, sino que la verdad (Machado) también se inventa porque hay mentiras -o convicciones, muchas veces indistinguibles de ellas- que satisfacen más que un examen objetivo de hechos o circunstancias.

Y dado que el procés catalán está desde hace meses en candelero, parece obligado referirse a las patrias como otra de las construcciones surgidas de artificios emocionales y revestidos de objetables justificaciones, porque ¿aquello en que se fundamentan, idioma, historia en común o injusticias pasadas, ha de pesar más que los innumerables nexos con el entorno? No afirmaré, como hiciera en su día Mark Twain, que el patriotismo (de aquí o allá) sea refugio del canalla y, sin embargo -sinvergüenzas los hay con variadas máscaras y en cualquier patria-, se ha dicho reiteradamente que uno pertenece más a su tiempo que a su país, que todo nacionalismo (Popper) es un mal, y cualquier latría (la nostrilatría es una más, y por ende segregacionista) divide y aleja de quienes no la comparten, hipotecando en alguna medida la posibilidad de enriquecerse a través de las diferencias e incluso de las divergencias, orillando la evidencia de que todos estamos hechos con retazos de procedencia múltiple.

"Yo, que tantos hombres he sido€". Así decía Borges en una carta, resumiendo con acierto la tesis de la presente columna; tantos, en la personal evolución, que la identidad por la que nos definimos hunde sus raíces más allá de circunscripciones, límites sentimentales o geográficos, y exaltarla con base en fronteras dice mucho de inseguridad y poco de una deseable amplitud de miras. Por lo demás, cualquier identidad (máxime si se afianza en la voluntad de diferencia) termina por ser corsé contra alguien o algo que sin duda anida también en esa proximidad que se quisiera distinta. Por eso, tal vez Canetti estuviese en lo cierto al afirmar que hay que defenderse de lo que somos aunque sin destruirlo; e intentar ver, añado, por sobre adanismos, prepotencias y alambradas, a nuestros iguales y padeciendo las mismas cojeras. Todos a una, en suma, para ese mundo mejor, parece una encomiable alternativa a la contemplación del propio ombligo.

Compartir el artículo

stats