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Ojalá

La Universidad pública no puede permitirse dilapidar su credibilidad con actos fraudulentos, cuando no presuntamente delictivos, de algunos de sus integrantes. Y como eje de la formación superior y la investigación, ha sido y debe continuar siendo uno de los pilares que garanticen la igualdad de oportunidades.

De cualquier circunstancia, por muy negativa que sea, se puede extraer algo positivo, esa es al menos mi opinión. Así ha sido con la crisis económica, de la que espero que saldremos con la lección aprendida. Quiero pensar que ocurrirá lo mismo después del caso del máster de Cristina Cifuentes. La corrupción es un mal endémico, no sólo de la clase política (puntualizo, de unas determinadas personas que se dedican a ella) sino de la sociedad. Es consustancial al ejercicio del poder sin transparencia, sin rendición de cuentas. Así, un tema que destapó un medio digital y que parecía ceñirse a la carrera política de una persona, ha sobrepasado a la universidad implicada hasta salpicar al conjunto del sistema universitario con una serie de interrogantes.

Asistimos a un inusitado auge de «titulitis» por parte de algunos políticos que adornan sus currícula con una larga lista de másteres. La proliferación de másteres llegó con el proceso de Bolonia y el Espacio Europeo de Educación Superior (EES), ofreciendo la posibilidad de completar la formación cursando un máster. La realidad es que hoy, además de los másteres profesionalizantes -obligatorios para el ejercicio de la profesión en la abogacía y en la enseñanza, por ejemplo-, para entrar en el difícil mercado de trabajo, el máster se ha convertido en el sentir común en una credencial valiosa, en sinónimo de «buena formación profesional», con la consiguiente devaluación de quien sólo ostenta un grado raso.

El máster aporta singularidad a cualquier perfil en Linkedin y, es una de las razones por las que han surgido en las universidades un sinfín de másteres, cursos de postgrado, organizados a menudo con colaboraciones externas privadas. Al margen de esta nueva realidad académica, cabría hacerse la pregunta: ¿Por qué los políticos sienten esa necesidad de completar sus perfiles profesionales con el aval de un máster, si para entrar en política no se exige ningún requisito académico? Corren tiempos en los que la productividad de la clase política se pone permanentemente en cuestión y un abultado currículum puede empoderar a la persona, darle mayor credibilidad y compensar, en algunos casos, el no haber tenido más actividad profesional que la propia actividad política, generalmente vinculada a la del partido al que pertenece. El máster se ha ido así convirtiendo en un producto atractivo al que los políticos le han sabido sacar partido.

El problema surge cuando ese afán de los políticos por completar su formación no ha cumplido con el rigor, la transparencia y la equidad que rigen en las universidades, beneficiándose de unas prebendas concedidas como una dádiva, por el mero hecho de ser una persona influyente. La cuestión ha tenido hasta el momento fuertes consecuencias políticas por la indignación que ha generado, exigiendo la dimisión de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y la presentación de una moción de censura por parte del PSOE. La irrupción de la autodenominada «nueva política» parecía ser la materialización del hartazgo de una ciudadanía cansada de corruptelas, de la excesiva solidaridad y complicidad entre quienes ostentan el poder para mantener sine die sus privilegios. Sin embargo, la reflexión quedaría incompleta si no abordáramos también lo que está en juego, más allá del ring político, puesto que es extrapolable a muchos ámbitos de nuestra vida cotidiana.

La ciudadanía reclama una política limpia de malas prácticas, de enchufismo, de financiaciones indebidas, de lucros personales ilícitos. Igualmente lo reclama en los demás ámbitos profesionales, porque, ¿qué prefiere la ciudadanía, que un médico tape el error de un colega o que sea leal con su paciente? ¿Qué pide la ciudadanía, que un profesor cubra una mala práctica de otro colega en detrimento de sus estudiantes y el consiguiente desprestigio de su institución o que lo denuncie para depurar responsabilidades y que no vuelva a ocurrir? Aunque el político no es, de momento, un funcionario público, los ejemplos mencionados, entre otros, afectan a actividades con una ineludible faceta de servicio público.

Tras el cabreo, la indignación y el pesar que he sentido como docente e investigadora de una universidad pública, mantengo la esperanza de aprender de los errores cometidos. Más allá de la dimisión de Cristina Cifuentes, la Universidad pública no puede permitirse dilapidar su credibilidad con actos fraudulentos, cuando no presuntamente delictivos, de algunos de sus integrantes. La Universidad pública, como eje de la formación superior y la investigación, ha sido y debe continuar siendo uno de los pilares que garanticen la igualdad de oportunidades. Su credibilidad es necesaria para la buena salud de nuestras instituciones y de nuestra sociedad democrática.

Por ello, más allá de empatizar con familias y estudiantes que sí han cursado másteres con su esfuerzo personal y económico, es necesario depurar responsabilidades en la Universidad con el fin de que no vuelva a ocurrir porque la ciudadanía lo está exigiendo. Ojalá salgamos de ésta con la lección aprendida.

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