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Puigdemont, Cifuentes y Puig: Jaque mate a España

Hace un siglo, plantear una reflexión sobre el futuro de España daba un insoportable hedor a extrema derecha y a movimiento fascista. Lo ocurrido en 1936 con los gritos franquistas de «una, grande y libre» confirmaron aquellas apreciaciones. Ganaron ellos y así nos ha ido a quienes nacimos a mitades de siglo XX. Sin embargo, los años han pasado, estamos en 2018, uno se reclama europeísta de izquierdas y ha decidido no tener miedo a las palabras. La libertad de opinión incluye meterse en jardines complejos, que intelectualmente importan.

València, Barcelona y Madrid, en orden invertido, no sólo son las tres principales ciudades españolas sino también las capitales de tres comunidades autónomas (CCAA) que hoy definen la gran crisis política del Reino de España. Cada una alberga su correspondiente y específico relato de ruptura, en lo que se refiere a la relación entre Estado y sociedad. El pasado miércoles, en La Vanguardia, Enric Juliana desde su puesto de subdirector en Madrid, escribía: «En Cataluña ya existe una mayoría social que imagina el futuro en forma de república, aunque esa república tarde en llegar, o no llegue nunca. Madrid, todavía oscila entre el motín y la gestión dura o pragmática de lo existente. La Generalitat de Catalunya estuvo cerca de desestabilizar el Estado el pasado otoño. La Comunidad de Madrid está minando la credibilidad del sistema España en estos momentos». Desde la tercera capital, siempre olvidada en los grandes análisis, añado que aquí se esgrime un agravio insufrible basado en temas tan dispares como la financiación autonómica, la conexión ferroviaria con Europa y las inversiones territoriales de los Presupuestos Generales del Estado. Desde la Generalitat Valenciana, más que un supuesto agravio de siglos, emana la mayor de las desconfianzas respecto al Estado español.

Las tres CCAA llevan encima el estigma de la corrupción de su corta historia autonómica. Una lo arrastra desde la época pujoliana, cuya mecánica ha facilitado que aquella Generalitat haya transgredido la Constitución sin más, siendo capaz de poner en jaque a España. Otra, la Comunidad de Madrid, que no se sabe muy bien que hace en la relación de CCAA, ha debilitado la reputación del ´sistema España´ ya que allí, además de haber explotado dos tramas de corrupción abiertas en canal con expresidentes autonómicos como presuntos delincuentes, mantiene una presidenta a quien le parece de lo más natural y justo obtener un máster en derecho autonómico sin tener que pisar aula alguna. En Valencia, el Consell del Botànic ha pensado que existía la posibilidad de gobernar después de los años purulentos de la época ZOC (Zaplana-Olivas-Camps) que todo lo pervirtió. El Gobierno valenciano, en su campaña contra el estado, no dudó en afirmar que la culpa de su actual incapacidad se debía al modelo de financiación (que su propio actual president voto en el Parlamento) y cuyo gran objetivo parece consistir en fastidiar a conciencia a los valencianos, y que solo el 10% de la fantástica deuda acumulada era debida a las corrupciones del PP de la época ZOC.

El independentismo vacío de realidad económica de Puigdemont; la falta de ética de la mentirosa Cifuentes; y el maniobrerismo pueblerino de Puig no son categorías políticas comparables, pero cada uno de ellos, en su machito autonómico, han ido planteando situaciones que conjuntamente conducen al Estado a una tormenta perfecta que huele a jaque mate. Este pesimismo propio de fin de época, posiblemente no sería tan exacerbado si, frente a estos tres responsables de CCAA, no hubiéramos tenido presidentes del Gobierno aparentemente incapaces de entender lo que ha venido pasando en las CCAA (el miércoles en València, con Puig sentado a su lado, Zapatero expresó de hecho su solidaridad con Rajoy: «No quiero echar un jarro de agua fría, pero hay cosas que son difíciles de cambiar, muy difíciles. España tiene una estructura poblacional y geográfica, y los problemas poblacionales pesan mucho en lo que es un sistema de financiación, los servicios públicos cuestan más en CCAA donde los municipios son pequeños, las extensiones geográficas enormes y tienen una población más envejecida). El futuro de España es delicado cuando Rajoy vive en su particular Numancia (en enero cumplió 5 años: «Luis. Lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré. Un abrazo»). Rajoy y el PP llevan una nave que no saben gobernar y en la metáfora del ajedrez esto lleva al jaque mate.

La Generalitat catalana inventa rutas hacia la independencia que acaban en el precipicio y con la ruptura semántica de la palabra violencia. La Comunidad de Madrid se consolida como la institución más agreste de España. Decía Juliana que una tarde de debate político en la Asamblea de Madrid es una experiencia fuerte, no apta para espíritus sensibles. Allí la derecha y la izquierda se fajan sin miramientos, ni concesiones. Hiperrealismo, lo llama. Si los amigos del periodista en el Consell le informan adecuadamente, sabrá de la enorme acritud de los insultos y descalificaciones que desde algunas consellerias valencianas se profieren contra el gobierno central.

Miro a mi alrededor y no veo a nadie con autoridad moral para plantear una solución viable y postmoderna (la que hemos conocido hasta ahora, se ha ido para no volver). No confío en los políticos actuales que se llenan la boca de la necesidad de «coser heridas» cuando las abren diariamente con saña cruel y egoísta.

La única esperanza es Europa, pero los eventos que registra superan la imaginación de novelistas y autores del teatro del absurdo. Como escribía The Guardian esta semana: la política en el Reino Unido aún muestra pocos signos de recuperación después del «colapso nervioso nacional» del Brexit; Francia «escapó por poco de un ataque al corazón» en las elecciones del año pasado, pero el principal diario del país galo considera que esto sólo ha hecho poco más que alterar la «descomposición acelerada» del sistema político; en Italia, «el colapso del establecimiento» en las elecciones de marzo incluso ha llevado a hablar de una «llegada bárbara», como si Roma cayera una vez más. En Alemania, mientras, los neofascistas se preparan para asumir el papel de oposición oficial, introduciendo una ansiosa volatilidad en el bastión de la estabilidad europea». De Grecia, Hungria y Polonia, mejor no hablar.

Los avisos de «jaque» suelen terminar con el contundente «jaque mate». Por ello sigo dispuesto a hacer de la necesidad virtud con nuestra vieja Europa.

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