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Elogio sentimental 

Siempre me pregunto cómo aprobé cuatro asignaturas concretas de Bachillerato: labores, gimnasia, física y matemáticas. Al hablar de Bachillerato me refiero a la época de mi vida comprendida entre los diez y los dieciséis años -un suspiro si lo considero ahora, una pegajosa eternidad para mis criterios de entonces- etapa de frágil autoestima e iniciales aproximaciones al mundo exterior. Gimnasia y labores las bandeé como pude; éstas con la primorosa ayuda de mi tía, y la primera, supongo, con el favor de los dioses, que cegaban momentáneamente a las profesoras de educación física cuando me tocaba examinarme. En cuanto a las otras dos materias, la liberación llegó al pasar a Bachillerato superior y tener que elegir entre ciencias y letras; mi huida hacia estas últimas habría avergonzado al propio Aquiles, el de los pies ligeros. Entre letras, por fin, fui feliz... Hasta que en COU -último curso de secundaria- volvieron a aparecer las matemáticas, si bien en una versión decaf, ultralight y botoxizada: casi todo se reducía a jugar con conjuntos. Sin embargo, esa hora de clase me aguaba la ilusión; sólo el nombre evocaba ecos de horrores lejanos.

¿Cómo conseguí aprobar cuatro cursos de física y matemáticas? Lo ignoro. De física no entendí nada más allá de que si echas a rodar una bolita por un plano inclinado, corre mucho. De matemáticas, sólo la regla de tres, útil como una navaja suiza. Lo demás es el caos primigenio. ¿Hay que buscar culpables? ¿Habita en mí el rencor? No: todo está olvidado y perdonado. Sobre todo, olvidado. Pero, en el fondo, sospecho que me pierdo algo; mi paso por este mundo quizá sería más pleno si dispusiera de otra disposición anímica hacia estas materias, que me abrirían un universo nuevo. Por eso me llama la atención el físico Carlo Rovelli (hasta ahora sólo he leído entrevistas suyas; lo de comprar sus libros me parece una fase posterior y aún lejana). Me interesa porque dice cosas como: «Formamos parte de la naturaleza, de modo que la alegría y la pena son facetas de la naturaleza en sí misma; la naturaleza es mucho más que un simple conjunto de átomos». Y, sobre todo, cuando habla de su concepto del tiempo; para él, «los acontecimientos del mundo no forman una cola ordenada como podrían hacer los ingleses: se apiñan de forma caótica como los italianos». ¡Qué inmensa revelación! Al parecer, según su teoría, el tiempo no es más que una percepción humana -y no muy nítida- del mundo. Llevado a lo más básico, el tiempo incluso llega a desaparecer.

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