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Yo no renuncio

Cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo», si hacemos caso a Confucio. He pasado muchas horas de mi vida en una universidad. Precisamente por eso, cuando estalló el caso del máster falso -¿vale la pena seguir poniendo supuestamente?- de la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, lo primero que se me vino a la cabeza fue que ojalá la polémica nos sirva para abrir de una vez un debate serio sobre la situación de la universidad en España. Eso era antes de que toda esta cuestión empezara a tomar un cariz berlanguiano. Y lo que te rondaré morena.

Resulta que tengo dos licenciaturas y un posgrado. Yo también falseo el currículum: no pongo que aprobé hasta séptimo curso de piano. Estudié desde los 8 años hasta los 22. Y, desde entonces, prácticamente no lo he vuelto a tocar. Creo que no lo reflejo porque abandonar el piano puede que sea una de las pocas cosas que me siguen avergonzando. Algo que a mis padres les habrá costado años perdonar, si es que lo han hecho. No concibo alardear de ello, por muchas horas que me costara llegar a tocar las sonatas de Beethoven, los nocturnos de Chopin, o las fugas de Bach. Como lectores, ustedes no deberían esperar que un periodista sea objetivo -todos vemos la realidad según nuestras convicciones y experiencias previas-; lo que sí es exigible es que sea honesto. Ahora imagínense un político.

Es casi de risa la cantidad de títulos que han desaparecido, como por arte de magia, de los currículos de políticos de todos los colores. Una se pregunta qué necesidad tendrán de mentir, cuando al Congreso llega casi cualquier analfabeto que se haya aprendido tres consignas, haga unos cuantos tuits graciosos y confunda el origen humilde con la incultura más insultante. Como si -para llegar a un cargo hoy día- hiciera falta algo más que haber militado en un partido desde los 18 años sujetando los bolsos o las puertas correctas. Y esperar el turno. Así que la cuestión es qué no harán si es necesario.

Lo grave de este caso es que el descrédito ha llegado también a una universidad pública. Tal vez debería decir lo llamativo, porque la sinvergonzonería de nuestros políticos sigue siendo igual de trascendental por mucho que nos hayamos acostumbrado a ella. Pero esta crisis puede ser una buena oportunidad para hacer una crítica constructiva y mejorar. Hemos pasado demasiado tiempo haciendo como si no ocurriera nada. Mediocridad, endogamia, doctores de primerísimo nivel sin cátedra por sus afinidades políticas, docencia en manos de profesores asociados con sueldos de mierda para su formación, asignaturas inútiles pero necesarias -incluso posgrados enteros- y un largo etcétera. Corrupción en el sentido más estricto de la palabra.

Cada uno de los títulos que he conseguido en mi vida han sido a base de horas de clase, estudio y trabajos más o menos provechosas. De días de biblioteca mientras otros estaban en la playa o de cañas. De esfuerzo y voluntad, en pocas palabras. Jamás renunciaría a ninguno de ellos. No he hecho nada extraordinario. Muchas otras personas estudiaban conmigo. Por eso es especialmente doloroso todo este escándalo. Porque siempre hay justos en Sodoma. Estudiantes brillantes, aplicados. Los que tienen menos suerte trabajando a la vez para poder costearse la carrera. O pidiendo un préstamo. Profesores excelentes, engullidos por la burocracia y por un sistema convertido en una carrera de obstáculos.

Todo ello, lo bueno y lo malo, lleva años formando parte de nuestra educación superior. Y -probablemente- lo siga haciendo. El caso Cifuentes fue destapado por un docente de la Rey Juan Carlos mosqueado porque le habían dejado sin la titulación de Sociología. Y tiró de la manta como vendetta. Lo mismo da en qué partido milite. Aquí la cuestión fundamental es si, en el caso de que esos estudios se hubieran mantenido, también habría seguido mirando hacia otro lado ante unas conductas que deberían haberles costado el cargo a todos. Cada día que pasa sin que se depuren responsabilidades al más alto nivel se devalúa el esfuerzo de muchos otros alumnos que sí asistieron a clase y sí están en posesión de sus trabajos. Renunciar al título y no al cargo no es más que una tomadura de pelo. Un nuevo intento de tomarnos por imbéciles. Puede que el daño ya esté hecho, pero tenemos una oportunidad de oro para no quedarnos observando el dedo -los rifirrafes políticos o el y tú más- y dirigir nuestra vista hacia la luna. Plantearnos qué podemos hacer para devolver el prestigio al verdadero esfuerzo. Para limpiar la universidad española de corruptos y aprovechados. Así podremos dejar a un lado los gestos de fingida sorpresa cada vez que no aparece ninguna de nuestras instituciones en la lista de las más prestigiosas del mundo.

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