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Dos tránsfugas deciden el destino de Alicante

Hartazgo. Es lo primero que se me ocurre para describir mi situación anímica tras conocer lo sucedido con la alcaldía de Alicante. Algo previsible, por otra parte, si nos atenemos a las negociaciones previas en las que una tránsfuga, Nerea Belmonte (ex de Guanyar) y otro tránsfuga, Fernando Sepulcre (ex de Ciudadanos), se erigieron en una parte indispensable de los cimientos del futuro ejecutivo municipal. El premio se lo ha llevado Luis Barcala y el PP, pero hubiera sido lo mismo si la alcaldía hubiera caído en manos de Eva Montesinos. Se ha vivido una desgraciada tragicomedia con una más que sospechosa abstención y un más que misterioso voto nulo. Me da igual hacia qué lado se haya decantado la votación. Dos tránsfugas tenían en sus manos inclinar el fiel de la balanza. No hacen falta más comentarios, porque si conociéramos las entretelas de las negociaciones previas, los adjetivos que se me ocurren probablemente no tendrían cabida en la línea de lo políticamente correcto.

Y ya que lo hecho, hecho está, ¿en qué lugar de las prácticas políticas situamos aquella vieja idea de acorralar a los tránsfugas, de evitar su capacidad de decisión en momentos cruciales para las instituciones democráticas? Aunque solo planteármelo, me hace entrar en un perverso bucle depresivo.

La provincia de Alicante ha ocupado un papel relevante en estas cuestiones. Especialmente el Ayuntamiento de Benidorm (en donde trabaja el funcionario que ha tenido que recibir la protección de la Agencia Anticorrupción pese a la renuencia del consistorio, que recurrió la decisión). Allí inició su carrera política un joven Eduardo Zaplana gracias al voto de la tránsfuga socialista Maruja Sánchez. Y allí también comenzó el PP -corría el año 2010- a forzar las grietas del pacto antitransfuguismo cuando los socialistas incluyeron en su candidatura municipal al tránsfuga Agustín Navarro.

El primer pacto se firmó en 1998, se renovó en 2000 y 2006, y lo enterró Mariano Rajoy en Benidorm antes de acceder a la Presidencia del Gobierno. Un pacto que comprometía a los firmantes a no admitir en sus grupos a concejales que hubieran estado en la candidatura de otro partido y lo hubieran abandonado sin renunciar al acta. Y lo que es más importante, prohibía la utilización de los tránsfugas para «constituir, mantener o cambiar mayorías de gobierno en instituciones públicas».

Y por si fuera pequeño el castañazo del PP al acuerdo con sus reparos, el Tribunal Constitucional decidió asestar un golpe aún más duro a la incorporación de las medidas antitransfuguismo en la Ley General Electoral, al considerar que las actas de los elegidos son representativas y solo pueden ser revocadas por los electores.

Un panorama desolador pero que también ofrece alternativas. Las hay, por supuesto, pero requieren un esfuerzo de consenso difícil de alcanzar si tenemos en cuenta que no hemos conseguido llegar a pactos de Estado con la educación, con las pensiones, con la financiación o con cualquier otra materia que afecta a la vida cotidiana de los ciudadanos. Y por supuesto, este acuerdo pasaría, probablemente, por una reforma de la Constitución que o bién impida continuar atribuyéndose el acta del escaño cuando se ha abandonado la disciplina del partido político por el que ha sido elegido en unas listas cerradas, o decantarse por la fórmula de candidatos en unas listas abiertas o desbloqueadas.

Esta última opción permite a los electores apostar por las personas y obliga a los candidatos a un mayor compromiso con sus votantes. Aunque también plantea serias dificultades de convivencia en el seno de los partidos por los que se han presentado, al favorecer la indisciplina y la inestabilidad.

Nada es perfecto. Pero se puede cambiar.

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