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Casas de cristal

Imaginemos. Si nos rompiésemos una pierna y necesitásemos ayuda a la hora de ducharnos, ¿a cuántas personas les permitiríamos acceder a nuestro cuerpo desnudo? O, para ser más precisa, ¿con cuántas personas nos sentiríamos confortables mientras nos enjabonan, secan o ponen crema? Una compañera de trabajo lanzó esta pregunta durante una formación sobre modelos de vivienda para personas con diferentes necesidades de apoyo. Los oyentes tratamos de articular una respuesta. Algunos admitieron que con nadie. Otros respondimos que una, máximo dos. El momento de la ducha es íntimo. Mucho. Si somos dependientes, todavía lo es más. Estamos expuestos, somos vulnerables y necesitamos que nuestra intimidad se trate con cariño y respeto. Pensemos en las personas mayores que viven en una residencia. Es fácil creer que un buen número de profesionales diferentes, en función del turno que les toque, tienen acceso a ese espacio y momento íntimo. Ante esa cruda exposición de la desnudez, a algunos se nos parte el corazón y nos ponemos las manos en la cabeza. Pero, ojo. La vulnerabilidad y la falta evidente de privacidad del ejemplo anterior es más común de lo que creemos. Aunque sea en otros ámbitos.

Puestos a reflexionar, continuemos. ¿Con cuántas personas podemos permitirnos el lujo de ser absolutamente transparentes? ¿A cuántos amigos elegiríamos para decirles que sufrimos por nuestra salud mental, que hemos sido infieles, que cada tarde al salir del trabajo nos tomamos una copa de vino o que somos adictos a los ansiolíticos? ¿Hay muchas personas en nuestro entorno con las que nos sentimos cómodos compartiendo nuestras tendencias políticas, religiosas o sexuales? Seguramente, hay menos de diez. El problema es que esta esfera íntima ya no nos pertenece. Sin ser conscientes, vendemos nuestras aficiones y secretos a coste cero y a base de clics.

No somos conscientes pero, en expresión de la periodista Marta Peirano, vivimos en casas de cristal. Creemos estar muy seguros con nuestros móviles y las localizaciones activadas, subiendo todo tipo de imágenes generosas en detalles y aceptando cualquier tarjeta de fidelización a cambio de regalar el número del DNI y del teléfono, pero dejamos un rastro. Que es negocio para muchos. Que podría llegar a ser peligroso para otros. De vuelta a la reflexión, imaginemos un país en el que no se respetan los derechos humanos, en donde la homosexualidad es delito, las madres solteras unas proscritas adúlteras y no se respeta la libertad confesional. Existen muchas posibilidades de que los mandamases de ese país puedan acceder a los perfiles personales de sus ciudadanos e, incluso, a los de los turistas que van a pasar allí sus vacaciones. Es aquí cuando haber dado un me gusta a una página determinada deja de ser divertido.

La tecnología ha facilitado la vida. Nos ha permitido conectarnos más, y hasta puede que mejor, con los que queremos. Las redes me interesan en su justa medida, pero nos falta saber realmente a qué nos enfrentamos y respetar lo suficiente nuestra intimidad como para saber con quién la compartimos. Urge educar a los más pequeños en gestionar y proteger su espacio personal. Un aprendizaje que dure más que un simple taller de dos horas. Lo que he aprendido después del escándalo de Facebook es que estamos indefensos, desnudos y vendidos.

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