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Dos Torres y una cocina

Podría haber más, pero con ellos ya está el plató lleno. Podría haber más, pero con ellos se llena la encimera y se amontonan las manos sobre la vitrocerámica. Podría haber más, pero si con los dos la cocina parece un gallinero, con unos cuantos más aquello sería la barbería del pueblo -de moda ahora estos «barber» regentados por jóvenes de sienes rasuradas, crestas de arquitectura domada, y luengas barbas-. Con los cocineros gemelos Sergio y Javier Torres hay de sobra. Dos Torres y una cocina es suficiente, dicho en un sentido que no es el que usaría para decir, por ejemplo, que con dos reyes, el emérito y el otro, tenemos el cupo demasiado cubierto. Tras la cortinilla del programa, zas, te da un revolcón el saludo de los hermanos que si te descuidas te trepa. Qué energía. Parecen dos toritos bravos en noche de sábado con los bolsillos llenos de billetes dispuestos a comerse el donut de quien se ponga por delante, donut figurado y donut real, cosa que a mí no sólo no me pasa sino que sólo de pensarlo me dan arcadas. ¿Saben de qué hablo? Me refiero a lo del donut ese. Abro un paréntesis. Al puerto de inmundicias bañadas con falsos brillos de habilidades de barraca de feria a 50 céntimos la entrada que regenta Telecinco con el nombre de «Factor X» llegó la otra noche una pareja con ansia loca de fama, de la fama que entendemos hoy por fama -una señorita llamada Sofía Suescun, de una ordinariez apabullante, es famosa por remojarse la cigala en las playas templadas de «Superviventes», así que el mercado de la fama está a la baja-, la pareja, digo, presentó en «Factor X» una copla asquerosa por varias razones. A), es música reggaeaton, así que todo está dicho, y B), me gusta el esperpento, pero lo de Lapili y Jirafa Rey es el juego de dos primos, literal, que pretenden provocar con armas de un infantilismo ridículo. Podría ser simpático, pero sólo me resulta insufrible, vulgar y zafio. Así que, nenitos, que el donut industrial os lo coma el jurado, sea la simpática Laura Pausini, sea el agrio Risto Mejide, cocineros de esa fonda con menús requemados. Cierro paréntesis.

Maricón, ¿y qué?

Lo de los gemelos Torres cocinando juntos es como tocar a cuatro manos una sonata de Mozart, pura diversión. No es lo que cocinan, que también, es cómo nos lo cuentan. Si el maestro del espectáculo del fogón televisivo Karlos Arguiñano arranca cada día su recetario contando un chiste que la inquisición humorística podría cortarle el gorro, y lo hace disfrazado de avispa o de salmón ahumado, o de chicharra o de avestruz con dos meses de embarazo, los Torres arrancan el suyo haciendo palmas, con una risa de oreja a oreja, y saludando al público. Al público de casa y al público del plató. Son apenas cuatro o cinco invitados, pero les sirven de estímulo. Al principio, si no sabes que les corre la misma sangre por el circuito interno, te crees que ves doble. Esta semana están haciendo guiños a la feria sevillana, y no, su madre los parió con el don de la cocina, pero verlos haciendo requiebros de flamenco, palmeando, y diciendo ole qué arte, es el mismo dolor que ver a Mariano Rajoy bailando en la boda murciana. Estos Pili y Mili del fogón tienen sus quítame de ahí ese ajo, sus no me partas así las patatas para la ensaladilla, y sus momentos Letizia sin corona con sus déjame terminar cuando uno interrumpe al otro. Son un primor. Mientras hablan, dando así a «Torres en la cocina» un valor añadido de cultura gastronómica, aparecen en la pantalla, escritas, frases sobre los beneficios de la cocina al vapor o sobre los años que lleva la patata en España. Quien no necesita frases para añadir valor a lo que dice es Mercedes Milá, que apareció en el último «Salvados» como la periodista que uno siempre consideró. Dijo que hace un año podía haber vuelto a TVE, pero que no lo hizo porque dijeron que era incontrolable, es decir, peligrosa. En el somero recorrido por su carrera pasaron imágenes de sus míticas entrevistas -en la televisión pública de hoy, controlada por los servidores del PP, sería impensable la que mantuvo con Juan Guerra, envuelto en corrupciones de todo tipo y hermano del vicepresidente socialista del Gobierno-, entre ellas la de Miguel Bosé, que acudió para demostrar que no estaba muerto como víctima del sida, entrevista que aún resuena cuando el cantante dijo que había «una obsesión por llamarme drogadicto y maricón, y si lo fuera, ¿qué?» Mercedes Milá sabe de televisión como los Torres saben de salsas y pescados, incluso sabe hacer televisión basura, la misma que la condujo al borde del precipicio de una depresión que aún colea. Ella defiende «Gran Hermano», pero suena a la misma defensa que pueda hacer Arguiñano cuando anuncia caldo de pollo en pastillas. Una mierda.

Vanos artificios

Que los cocineros, los recetarios, y los programas de cocina trufados de programas de viaje se acumulan en la televisión pública es un hecho. Así que, como dice la estricta gobernanta Ana Pastor al cerrar su «El objetivo» dominical, estos son los datos, suyas las conclusiones. Verán. A Torres en la cocina en La 1 hay que sumar «El señor de los bosques», «El chef del mar», «Un país para comérselo», «Las recetas de Jamie Oliver», o «Las rutas Capone» -ambos programas los domingos en La 2-, del italiano Roberto Capone. Es otro cocinero divertido, dicharachero, un italiano enamorado de España, de nuestra forma de entender la vida y, por tanto, de nuestra gastronomía. Es un vivales que viaja por el país -el último día visitó Ronda- con su elegante descapotable husmeando recetas del norte y del sur, de aquí y de allí, que luego elabora coronando, como debe de ser, al dios aceite de oliva virgen extra -qué penita que Enrique Sánchez, cocinero de Canal Sur, y justo en Andalucía, prime las mantequillas y natas sobre el aceite de oliva-. Y cómo no, desde ya, en unas horas, llega «Masterchef», castillo de artificio gastronómico que es a la cocina -de los Torres- lo que el donut de los primos esos a la música.

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