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La ejemplaridad de la Corona

"La monarquía parlamentaria no es sino una forma de república", observó hace ya siglos Madame de Staël: probablemente la mejor y más equilibrada forma de república. Para Walter Bagehot, la monarquía, en su justo término, introducía -además del afecto compartido entre la nación de hoy y la del pasado- la reputación propia de los símbolos antiguos y de la continuidad histórica. En un mundo marcado por el cortoplacismo demoscópico y la lucha partidista, la Corona es una de las escasas instituciones capaces de pensar el largo plazo, con sujeción a las leyes y a la democracia, pero desligada del humor caprichoso de la política. Un historiador lúcido como el húngaro John Lukacs ha observado con ironía que, mientras un buen número de repúblicas europeas cedía a la tentación totalitaria -ya fuera al fascismo o al comunismo-, muchas monarquías parlamentarias supieron guardar una prudente distancia, como consecuencia de su mayor apego a las libertades antiguas de los pueblos. Con alguna que otra excepción, por supuesto.

El valor de la Corona en la actualidad se acerca más a la auctoritas romana -que abarca el ámbito del prestigio y de la ejemplaridad- que al poder ejecutivo concreto. Solo desde esa auctoritas simbólica y reconocida, se es rey de todos y no de unos pocos. En realidad actúa como un foco de luz suave, ligeramente apartado del histerismo cotidiano, y únicamente vuelve al primer plano en aquellas circunstancias históricas dotadas de una especial gravedad, como fue el caso del 23-F o del 1-O. La falsa acusación de que el origen de su poder es irracional oculta la evidencia de que la misma realidad responde a una racionalidad pobre y que, en el fondo de cualquier idea, subyace siempre un sustrato mítico imposible de verificar. Por eso mismo, debemos atender a la nobleza de sus principios y a la validez de sus frutos.

La ejemplaridad de la Corona no puede ir acompañada de la corrupción o la falta de estilo, sino de la consideración hacia su imagen ideal. Si como afirma un viejo adagio latino la forma de orar define nuestras creencias, cabe pensar que también el respeto a una institución emblemática moldea nuestros valores sociales. Los pueblos crecen y maduran en relación a un modelo que les dota de sentido y de dirección y no a la inversa, aprisionándolos en el estrecho reducto de lo que ya son. Tomemos nota de lo segundo: la falta de estilo. O, lo que es lo mismo, el no saber estar debido a la mala educación.

Porque algo de eso hubo en las escenas catedralicias del Domingo de Resurrección, cuando pudimos ver a la reina consorte doña Letizia impedir que doña Sofía se fotografiase con sus nietas. Las imágenes se hicieron virales, planteando la cuestión del autocontrol de la reina, la cual parece aquejada de un doble síndrome: la inseguridad, por un lado, y el perfeccionismo asfixiante por el otro. Inseguridad, se diría, sobre su propio rango, sus deberes y obligaciones. Y perfeccionismo como consecuencia retórica de un carácter ya de por sí dominante.

La Constitución del 78 resulta inseparable de la Corona, auténtica clave de la bóveda institucional. La Casa Real actúa como sello de la continuidad histórica de la Nación y como garantía de cierre democrático. Por ello mismo, el incesante ataque que llevan a cabo los distintos populismos antisistema contra la Constitución se encuentra unido al desprestigio de la Corona y viceversa. La frivolidad con que se realiza este despiece no se puede disociar de los errores cometidos y de la reticencia a enmendar una cultura política que dista de ser intachable y que se ha ido corrompiendo con el paso del tiempo. La llegada de una nueva generación debería permitir airear una estancia bien guarnecida, pero que necesita abrir sus ventanas para que entre nueva luz. En este sentido, el deber de la Corona pasa por inspirar esta puesta a punto desde una ejemplaridad que no puede permitirse -como en Palma- meteduras de pata. Un hecho menor, si se quiere. Pero significativo, sin duda alguna.

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