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Friedman, ética y responsabilidad

Decía Saramago que somos «la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin la memoria no existimos y sin responsabilidad quizás no merezcamos existir». Esta frase resume perfectamente la evolución de las empresas (mejor, de las organizaciones de todo tipo) en cuanto a su asunción de responsabilidades en el seno de la sociedad, más allá de criterios específicamente económicos.

Volviendo a la realidad más concreta, hace unos días nos sorprendía la noticia de que el Principado podrá obligar a las empresas a comprar tecnologías para frenar las emisiones, al tiempo que se fortalecerá el papel de las inspecciones. Cada vez que surge una de estas noticias, irrumpe el debate recurrente acerca de cuál es el papel de la empresa para con la sociedad.

Algunos economistas, apoyándose en la famosa frase de Milton Friedman, Premio Nobel de Economía en el año 1976 y eximio representante de los economistas liberales, expresada mediante «el negocio es el negocio», defienden que la única responsabilidad de la empresa sería con sus propietarios al margen del indiscutible cumplimiento de la ley y del respeto de las reglas de la libre competencia. De acuerdo con esta posición, asignar responsabilidades a la empresa para con la sociedad consistiría en un artificio, especialmente en términos de adulteración de la concurrencia y de la disminución de la competitividad del conjunto de la economía.

Hasta ahí la teoría. Sin embargo, la realidad empresarial del siglo XX ha proporcionado numerosos ejemplos de exigencia a las empresas de un mayor compromiso con la sociedad. Así, por ejemplo, los juicios de Nuremberg condenaron a un grupo de personas que no eran ni miembros del partido nazi, ni del ejército alemán ni de las SS, sino directivos carentes de ideas extremistas, hombres de negocios convencidos de que su meta laboral era la obtención del mayor beneficio posible para su empresa, con una única restricción: la ley. Sin embargo, fueron condenados por crímenes contra la humanidad, a pesar de cumplir escrupulosamente con la normativa vigente en aquel momento, simplemente por no haber considerado criterios de carácter ético en el ejercicio de la dirección de sus empresas. Un caso representativo de este tipo de condenados fue el de los denominados «químicos diabólicos», directivos del sector químico alemán en los años treinta y cuarenta.

Existieron, no obstante, ejemplares directivos, que se autoexigieron una mayor responsabilidad en su quehacer diario. El cine nos ha acercado a la figura de Oscar Schindler, el nefasto empresario que salvó más de mil vidas en aquella aciaga época. De hecho, este empresario dilapidó la fortuna conseguida durante la Segunda Guerra Mundial para salvar vidas humanas. Podría afirmarse que Schindler revirtió el objetivo de su empresa: de la maximización del beneficio a la maximización del número de vidas arrancadas a los hornos crematorios. Se trata de un ejemplo real, si bien extremo, aunque no debe olvidarse que las soluciones extremas se convierten en las únicas salidas en momentos también extremos.

Comportamientos excepcionales, como el de Schindler, fueron consecuencia de decisiones discrecionales de empresarios, que consideraron que, en aquellos duros momentos, los suyos eran los únicos comportamientos justificables. En cualquier caso, se trataba de encomiables excepciones.

No obstante, la segunda mitad del siglo XX fue testigo de una modificación sustancial en relación con el papel de las empresas en el conjunto de la sociedad. A medida que las más desarrolladas fueron vertebrándose, las empresas comenzaron a legitimarse a través de la ética, esto es, la falta de principios comenzó a ser causa del deterioro de la imagen empresarial y de sus directivos.

Solo en ese contexto es posible entender algunas iniciativas empresariales. Así, incluso hace unas pocas décadas, algunas empresas decidieron de modo voluntario actuar en defensa de sus propias víctimas durante el Holocausto. Lo hizo Volskwagen en julio de 1988 al compensar a aquellos que habían sido usados como mano de obra esclava. Sin embargo, cuando lo hicieron, la empresa cumplía la ley. Por lo tanto, según la posición de Friedman, no debería asumir más obligaciones.

Por su parte, recientemente el New York Times acusó a Amazon de llevar a cabo prácticas de gestión asombrosamente crueles. Inmediatamente, sería el propio fundador de Amazon quien realizaría la declaración siguiente: «El artículo no describe la Amazon que yo conozco o los considerados amazonians con los que trabajo cada día», instando a sus empleados a avisar a Recursos Humanos si conocen historias de este tipo.

Dichas demandas de los grupos de presión han crecido progresivamente. Muchos redoblaron sus demandas sobre las empresas que habían alcanzado una gran dimensión, especialmente sobre aquellas cuya creación de valor supera el Producto Interior Bruto (PIB) de muchos países, incluso aunque como tales empresas no hayan sido responsables directas de los hechos acaecidos: como señalaba Larsson, «no hay inocentes, solo distintos grados de responsabilidad». En este sentido, durante los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 varios grupos defensores de los derechos humanos criticaron de forma realmente dura a las multinacionales que, por la vía de la publicidad, financiaban aquellos juegos. Se suponía que, dado su tamaño, contaban con la fuerza necesaria para presionar al gobierno y, dada esa fortaleza, se les hacía responsables de cualesquiera actitudes irrespetuosas con los derechos humanos por parte de China.

Friedman criticaba la pérdida de competitividad derivada de las acciones socialmente responsables. Sin embargo, no todas ellas aumentan los costes. Algunas simplemente exigen la responsabilidad directiva: la creación de un entorno agradable en el trabajo, por ejemplo, donde se penalicen las acciones discriminatorias o de un buzón para denunciar las presiones hacia los empleados para comportarse, en el ejercicio de su labor, de un modo irresponsable, incluso ilegal, pueden deteriorar irremediablemente la reputación de muchas organizaciones. Lo estamos viendo a diario.

Sí es cierto que otras suponen inevitablemente una carga. Así, la necesidad de proteger el entorno natural es un aspecto sobresaliente dentro de esa nueva responsabilidad exigida a las empresas, que conlleva un mayor gasto, así como inversiones. Sin embargo, incluso en estos casos, puede ser incluso más costoso no asumirlos. El argumento es: nuestra salud está en juego, los recursos naturales se deterioran debido a las acciones de algunas empresas, consecuentemente el potencial de las de servicios también, entre un sinfín de razones adicionales. La población exige, convencida, el freno al deterioro de los recursos naturales colectivos, lo cual, evidentemente, implica una carga para las empresas. Ese deterioro del entorno natural y la respuesta de la población obligan a las administraciones públicas a legislar. Algunas empresas se defienden: señalan que esto mermará su competitividad, que aumentará sus costes de tal modo que su supervivencia se verá amenazada, que tendrán que relocalizarse. Acaban de descubrir el coste de no hacer los deberes a tiempo. Otras, sin embargo, encuentran una ventaja en ello: precisamente aquellas más responsables, las que discrecionalmente han comenzado a actuar en su momento.

Se trata de una discusión sin fin, que volverá al principio y recorrerá, de nuevo, su camino anterior. Sin embargo, lo realmente importante es, sin duda, cómo lo ve usted.

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