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Voro Contreras

Pobre chaval

Parece ser que con la edad los hombres vamos perdiendo el control sobre ciertos asuntos. A mí me está pasando con la música. Pasan los años y cada vez me cuesta más controlar mis gustos. Disfruto igual con la buena que con la mala música y, de hecho, cada vez me cuesta distinguir más la una de la otra. Escucho unos segundos y disfruto o no. Para mí ya no hay más criterio. Solo hay un estilo que se me atraganta: el «house» y las otras cosas que se agrupan en eso que llaman «dance». Música para bailar -ergo, para divertirse- y que a mí me resulta soporífera. Por eso el anuncio de la muerte del tal Avicii me dejó más bien frío. Lo sentí, claro, pobre, era un chaval ultrarrico con su gorrita y su cara de sueco. Pero poco más. Su música ha hecho una mella nula en mi vida. Bon vent.

Después llegué a casa y me enchufé el documental sobre su vida que ofrece una plataforma de estas que se pagan. Al acabar, mi actitud hacia la música de Avicii era la misma, pero mis sentimientos hacia él habían cambiado. Su historia -la de tantas estrellas del rock, del hip-hop, del soul o del jazz que han ardido a una velocidad pasmosa, la de tantos jóvenes con un talento luminoso rodeados de mierda, las de tantas vidas llenas de un futuro demasiado inmediato- me dejó roto. En el documental vemos como este chaval que hasta los 18 años no había salido de su barrio adquiere con su música una fama ditirámbica. Millones de personas se mueven al compas que marcan sus manos mientras cada vez son más los que viven de él. Son los que le obligan a subirse a los escenarios pese a que le ha reventado la vesícula y la apéndice, los que firman contratos por él pese a gritarles que ya no puede seguir, que ya no disfruta. También serán los que ahora hacen cuentas y llamarán a las teles para contar algo por lo que cobrar o amenazan con escribir un libro. Que les den.

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